martes, 14 de junio de 2016

d.e.p.

Hasta respirar duele,
caminar es tan difícil con esta sombra
que se tambalea hacia la noche.

La noche ya no es la hora del amor
ni de la guerra....es la del silencio.
Mis ojos ya han perdido el habla
y tan solo me quedan oídos 
para las goteras de la muerte.

Puta vida sin fuego!
¡quiera Dios soplar estas cenizas!

viernes, 9 de enero de 2015

poema que intuye al poeta


Lo que me hace feliz me maltrata:
ese es mi cable a tierra.
Quien no está "cortocircuitado" eres tú.
Siempre fuiste volátil como a mí me gusta,
siempre tan ausente.
Ojalá supiera esconderme tan bien como tú lo haces.

Tu alegría es la mía (no me pertenece)
tu salud -como diría mi madre- es la mía,
y eso me ayuda cuando siento que me pudro.
A veces lo huelo, otras lo miro a propósito, pero
no hay manera de caerse,
no hay madera para caerse, o yo
que no valgo,
o yo que callo,
o yo, cobarde.

Con lo a gusto que estoy yo cuando no estoy solo "conmigos"
o como cuando me refugio contigo de alguna guerra que concebimos,
o cuando una discusión como "guionada", pero bien interpretada
termina por hacernos reír mutuamente, sin embargo,
me cobijo entre tumultos que yo invento, 
enfermedades por descubrir...(felices los doctores que investigan)
pero, desde este pequeño cuerpo solo puedo confesarme:
"así son mis viajes."

La suerte de las relecturas es saber el final.
Así que todo esto, en realidad,
no es un poema:
es tan solo una vida -la mía-... desperdiciada.

domingo, 26 de octubre de 2014

pero si sólo es poesía

He perdido mi fatiga
y encontrado su materia
en carne viva;
y mi silencio
se esconde de la rosa
mientras juguetea con sus espinas;
y mi fuego
que lo quieren convertir en barro
quienes oyen las cadenas
arrastrando.
¡pero si sólo es poesía!

lunes, 21 de julio de 2014

poema que busca

...y lo que me tenía que curar, me enfermó.
Odio la naturaleza y su amenazante maldad que me impide
contemplar la verdad que de mí se esconde. ¿Dónde habitará
ese esqueleto matemático subyacente que me daría como respuesta
cierta salud? La belleza me rehuye y yo la evito
desde aquella vez, que tras sus sombras fui colonizado
por un virus funesto. A mi alrededor todo eran moscas que esperaban
impacientes. Que os jodan! No me pienso morir! Utilizaré
todos estos muertos para defenderme de vosotras, carroñeras!

...y lo que me tenía que matar, me salvó.
Adoro la cercanía penosa de estos muros que me encierran,
ahora que ya todo me parece extraño,
ahora que me parece imposible recuperarte, ya solo permanezco quieto
en mi abandono. Todo lo demás es mentira. ¿Cuándo podré recurrir
a aquellas fuerzas sobrehumanas, que me permitan continuar con todo
donde lo dejé?¿Dónde lo dejé?
Los sanos que me rodean no lo comprenden, y únicamente
se impacientan como moscas. Y eso lo hace todo más difícil, 
más oscuro. Una oscuridad que ya no oculta mi amor hacia tí.

viernes, 4 de abril de 2014

como una estrofa vegetativa

Ósmosis f. Paso de líquidos de distinta densidad a través de una membrana que los separa.

Ya era pasado cuando
uno de los dos elementos pasó a significar un mero instrumento paliativo 
de la vida del otro.
Y lo llamé muerte. Y obedecí a su miedo.
Es extrañísima,
de un encanto y una dulzura aparentes,
pero en el fondo de una maldad tremenda. Con su luz
que perturba el insomnio y convierte mi cuerpo
en un centro de tortura.

lunes, 24 de febrero de 2014

viaje póstumo

Después de asimilar una desgracia, y tras no haberme podido despedir
con hermosas y memorables palabras, el destino injusto de la mano me contuvo
al viaje póstumo que fue el deseo último de mi difunto padre.
Tiempo atrás me imperó con su tono caballero,
ya ciego y sordo entre elogios y esperanzas,
que sus cenizas volaran, que las metiera en su emigrante maleta y me fuera con ellas
a una isla del otro hemisferio, al cielo virgen de las alturas, y lo dejase
irse para siempre entre nieblas, nubes y espesuras a donde la corriente le ofreciera
un lugar para reposar siendo polvo en el ágora donde todos callan,
sobre un cadalso lleno de inocentes descansando sin más.
Y así fue como lo dispuse todo:
no fue ni isla ni península sino tierra firme en continente;
no fue el otro hemisferio, ni uno desconocido sino el mismo,
mas una vez en las alturas, elevándose un vértigo insaciable a través del cielo despejado
esperando el lugar acorde, el momento oportuno, el viento favorable,
agarré con fuerza su maleta llena de él, recé elogios mundanos, alabanzas sin melancolia y procedí, abriéndola al vuelo y viendo descender como con vida, planeando sus cenizas,
mil colores que dejó un cuerpo, el de mi padre, como un mandala flotando en los cielos,
sin tiempo ni cadáver, donde ahora decansa por fin sin fobias ni rencores despreciables.

viernes, 24 de enero de 2014

in memoriam

Era muy consciente desde el comienzo
que el final razonable y lógico de su vida terminaría de una forma inexorable,
en suicidio.
Dudante de ser vencido por súplicas y ruegos,
no compartió su destino con nadie, ni un solo indicio,
ni una sola pista, un gesto delator, nada.
Carcomió todo su cerebro en esa escena casi póstuma
pero no reunía la fuerza suficiente para señalarse que ese día había llegado.
Tal vez la seguridad que tenía en su propio final
le excusaba de llevarlo a cabo.
Consumió todas las noches
imaginándose la cita ineludible, mas durante el día,
aún sabiendo el desenlace, sentía la curiosidad de saber hasta qué punto del tiempo
el destino aplazaría su suerte.

lunes, 21 de octubre de 2013

tumba II

He visto despojarse al árbol de todas sus hojas
delante de mí, desnudarse mientras yo pisaba
los restos de mi tiempo.
Y para cuando nos calzamos las botas
se abrió nuestra trampa, y no caí descalzo,
y no viviré de hambre, ni de sueños.
Siendo distintos terminamos en el mismo lugar
cogidos, con las manos llenas de frío,
el uno contra el otro,
en una vida que a nadie ya interesa,
en una realidad sin trucos,
en un agujero hondo,
sin fin.

miércoles, 14 de agosto de 2013

estampa II

Qué hermosura la belleza que asoma en la decadencia
de los muros derribados por las bombas,
de las almas jóvenes que yacen desarmadas,
de las paredes con su fortuna de metralla, y la de los puentes...
que cobijaron los espíritus de amantes intrusos
en eso del incesto, y el río sin su agua
que ya no volverá al mar donde comulga, y de repente...
dos amantes decadentes que se asoman
y el puente los derrumba, y ellos se besan
ajenos sin embargo a la belleza de las cosas muertas
que los envuelve como si estuvieran vivos.





domingo, 7 de julio de 2013

me voy yendo del poema

Una silueta se desmarcó de la oscuridad,
en medio de la nada, y hablamos de todo un poco
(aquí no había tiempo ni sexo). De repente, me abofeteó.
Vestía con palidez y sus ojos reflejaron odio.
En el desconcierto sentí náuseas,
los oídos comenzaron a sangrar, nariz y boca.
La silueta preguntó mientras se alejaba:
¿así tienen que ser las cosas?
...y no puedo olvidar su mirada de odio.

Las heridas no sanarán,
la pus rezumaba en una infección crónica,
mi muerte ya solo dependerá
de la resistencia del corazón.

Hay veces donde todo me parece un sueño,
pero no mi sueño sino el de otro,
y yo participo en él. Cuando este otro despierte:
sentirá vergüenza?

Y estos fueron los últimos runrunes:
"un poco de color le dará un aspecto más saludable"
"un poco de perfume...aunque siempre prefirió su olor corporal".


viernes, 7 de junio de 2013

cuatro paréntesis en cuatro estrofas y ni un poema


Beso:
Algo de verdad tendría
cuando tras la columna se escondió
cerrando los ojos, silenciando
las muecas de la boca mía.
Vómito:
Y sin embargo renuncié
a herencias y halagos, disfrutando
en el resorte de mis penas
el amor a sus cadenas.
Ella:
En todas las nucas veo la suya,
en todas las bocas, piernas y deseos
concentro y mezclo todos sus miembros
descuartizados.
Yo:
Algo de inercia se mantuvo frente
las tropas que avanzaban firmes
que cargan, apuntan y:
...¡luego! (aquí no huele a nada)

martes, 14 de mayo de 2013

de obitus I


Y de eso se trataba y de eso se trató,
pasar simplemente del No y poder concluir: Acepto.
Ese es el viaje.
Fue entonces cuando la vi de nuevo
y me alegré mucho pues murió hace tiempo,
o tal vez hoy, o quizás vaya a matarla dentro de un rato?
Tenía un olor extraño, como a muerto
pero no era ella sino yo.

Enmudecido, en el silencio me rodearon de cortinas
y todo se repetía una y otra vez, pero ésta
en la realidad donde los dioses cagaron
el líquido amniótico de mierda que nos protege
del espacio infinito..."lo llamaremos tiempo"
dijo el primer traidor portador del mismo
"y servirá para olvidar".

¿Y qué más me puedes contar? No te pienso creer.
Comencé a flotar como sobre un mar con techo.
Te creo, no me digas nada.
Y así fue como me conocí, en un instante eterno
sin dioses ni cielos, negando rotundo un No
a la invitación del sueño.
Ya las noches no llevan a los días
y frías disonancias me columpian a ayer
y a hoy y a mañana, en ese instante
en el que siempre estamos esperando el gesto
que nos conduzca de manera irreversible a comenzar a vivir.

viernes, 12 de abril de 2013

de vigilia I


Érase una vez que dicen que soñé
o soñáronme
una historia que se deshace con el tiempo
y antes fue con el misterio de la mano
juntos iban construyendo un solo fuego.

Mas aperció espontáneo como ajeno y sin embargo,
no pudo soportar sus quemaduras...murió, el primer día
y no resucitó al tercero.

Y cuando una figura apareció dirigiéndose a la mía
pensé en un error de cálculo de Mateo,
pero todo se repitió una y otra vez.
En esta ocasión no pude olvidarlo.

Jugué en la farsa escribiendo pasado, presente y futuro
en la sucesión indefinida de puntos echada
en esta maldita dimensión,
y ella me resumía como un loco
enfermo en la pesadilla del tiempo que era un sueño
que se repetía y se olvidaba infinitamente
en la ilusión de las vidas de nuestros cuerpos.

Si no puedo confesarme ante ella,
¿quién siente la verdad?
si todo ya sucedió continuamente,
¿qué puedo hacer conmigo?
si se suceden las causas de las consecuencias,
¿dónde está el orden?
si el velo del tiempo arde en llamas,
¿por qué apagar el fuego?

miércoles, 27 de marzo de 2013

ensueños


Pese a no ser la primera,
para ella fue la primera vez.
No es que yo estuviera equivocado sino que ella
no comprendía de qué le estaba hablando y le expliqué
con suma precisión los puntos cardinales de nuestro encuentro.
No hacía mucho de eso y una vez desaparecidos
rasguños y magulladuras, desperté
y desperté y desperté una y otra vez, sueño tras sueño
despertando en falso y parece que desde ahí
es desde donde le hablo a usted
desde un incierto sueño del que no salgo.
Mientras otros mueren yo sueño
que la muerte es un sueño que no tiene vida
que no tiene cuerpo ni una sola vez.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

a punto al fin

A punto estuve yo lo que se dice a punto de no despertar.

Ni ahogos, dilemas, sufrimientos o utras distracciones
no había nadie, el despertador sonaba sin poder ser apagado,
siendo tal vez una alarma interna,
siendo tal vez una vigilia malentendida. Hacía frío.

No me conoces? A la segunda ya me di cuenta de la irreversibilidad
tarde
frío
vete, vete, vete, le rezaba yo a sus huesos
(hay alguien por ahí?) por favor, oféndete.

Y tu alarma reclama
y mi deseo ya no está,
tal vez, un simple gesto amable
de esos tengo a montones...
pero se acaban, y estoy pensando que
quizás elija tu muerte, o quise decir suerte?

Abundancias, menudencias, rimbombancias...
y yo muriendo, veo una luz, la apago:
"apartad del medio hijos de puta!
soy vuestro padre".

Pero nadie hay en derredor,
ni cuerpos que valgan
ni niños muertos.
Despojado al fin de los recuerdos inventados
que se escondían a campo traviesa
floto, floto, floto
al fin.



domingo, 30 de septiembre de 2012

Neil Amstrong


Fuera de las fronteras y sin los referentes cartesianos...
La velocidad se mantenía en un constante vértigo y mi cuerpo permanecía como permanece la vigilia en los sueños. Y mi consciencia oscilaba entre desorientada y calma, en medio de una oscuridad infinita. Aparentemente el cuerpo que poseo parecía poseerme a mí, como si su quietud dejase perplejo mi cerebro sin poder a penas lanzar orden alguna. Entonces me inundaba una parálisis indolora, dejaba de pensar en lo fascinante de la misión para, al cabo de un incierto rato, olvidar por completo las razones de encontrarme en esa situación.
Y no comía, y no bebía, y no entendía. Y todo comenzó a desmoronarse en mi memoria, quedando solo un cuerpo fetal sin recuerdos.
De repente, como todos los momentos, un zumbido potentísimo se acopló en mi oido acompañado por una fuerza centrífuga que ya conocía...pero ignoraba. Alguien me sacó de ahí:
acababa de nacer.

jueves, 2 de agosto de 2012

trabajo bien hecho


En aquella celda solo estábamos él y yo, aunque habían cuatro camas. Y en cada ruido ya imaginaba los pasos del siguiente preso, como si no deseara una nueva compañía, un tercer hombre. Porque el segundo quería verme muerto, y no por una razón directa sino más bien, o eso quiero creer yo, por su necesidad de tener cerca un enemigo.
Me costaba trabajo conciliar el sueño. Mi compañero de celda no tenía párpados así que se pasaba toda la noche con los ojos en blanco y abiertos de par en par. Alguien se los había cortado como señal de haber presenciado alguna escena que no debía de ser presenciada, y en vez de arrancarle los ojos o dejarlo tuerto, la señal fue rasurarle los párpados, quedándole esa cara tan inquietante como es la cara del que no pestañea. Ahora ha de cumplir condena por homicidio. Él presenció algo que no debía, y se vengó asesinando a su tortuoso cirujano. Así son las naturalezas de las venganzas.
Él desconfiaba de mí, imaginando continuamente que yo venía a acabar con su vida, así que tuve que contarle historias disparatadas y complejas para mantenerlo entretenido a preguntas. Pero en realidad, él tenía razón. Yo estaba aquí justamente para eso: matarlo. Y fue fácil: conseguí un veneno que cambié con cautela por el líquido lagrimal que utilizaba para poder limpiar sus ojos que no pestañeaban. Y tuve que hacerlo antes de que llegase un tercer hombre, y así fue. Nada rápido, sus ojos se desorbitaron y acto seguido sufrió un infarto cerebral más uno al corazón en cuestión de minutos. Tuve que acallar sus gritos con algo de asfixia también. Después de todo, su cadáver no me impresionó. Era como si estuviese dormido, sin sus párpados, y yo con insomnio, como todas las noches hasta la de hoy, que podré dormir tranquilo gracias al trabajo bien hecho.

lunes, 21 de mayo de 2012

viaje al quicio

Ahora que la música ronca se sumerge de nuevo bajo la espuma
invulnerable ráfaga entre el polvo de los muertos
transforma su figura en un amor irreversible
que sin sombra agazapado tras la vela que ilumina
los favores de su amparo entre sus brazos, y me dijo:
"...no me llevo la luna por pena de la noche que se quedaría a oscuras
vengo a llevarte a tí con tu permiso, a la ternura
del que como tú, vichó confundido su futuro
y ahora solo sueña que sus sueños nada auguran...".
Ahora que nuestro silencio alivia sinrazones
ya la noche ni hiere ni muerde mano alguna
sigo fugaz al viejo cabalgante que ya escapa
por la ventana que enmarcaba la tristeza en mi figura.

miércoles, 1 de febrero de 2012

por fin eres la muerte (segunda parte)

Y es cuando tu luz me ciega
a oscuras me quedo
sin pensamiento, ni velas, ni miedo
como antes, el papel en blanco
que ensucio con ciertos pensamientos.

Y es ahora, no te miento
estoy desnudo, ciertamente
no me escondo tras tu sombra
que de par en par me alumbra
mientras abro los ojos para verte.

Me encanta mirarte mientras limpias
tu guadaña que afilada me apuntaba
como indicándome el camino que distingue
mi voz en la penumbra madrugada.

Pero cómo hago yo para seguirte?
si te escondes tras de mí, tras mis pisadas.
De ella por fin ya me deshice,
de nuevo no caeré más en la trampa.

Así que "negra", indícame el camino
que me lleve derecho a tu morada
oscura y limpia de amoríos
de segunda, de tercera, y hasta de cuarta.

Que contigo a solas yo me quede
que este mundo huele y da patadas
a mi rumbo, y claro desoriento
todo esto que escondo en mi cabeza
y la pereza es la que enturbia mi mirada.

Que ya no se esconde mi suerte
que a oscuras me quedo
y cuando tu luz me ciegue
habrá llegado mi hora,
por fin me he dado cuenta
que soy inmune a la muerte.

domingo, 15 de enero de 2012

quiero...

quiero expresarme
que no haya lugar a equívoco
solo sexo
narcotizarme
encajar golpes
tragarme las llaves
desaparecer y ser consciente
algo de dolor
reaccionar
brindar con Sócrates
que llegue de una puta vez
retener lo que no tuve
irme un rato quiero
quiero...y me voy

lunes, 19 de diciembre de 2011

el paraíso de mis sueños

Con el cuerpo ligero acudo al paraíso,
como cada noche entre dos sueños
me encomiendo en busca de la luz
mientras sorteo la vigilia de los cancerberos.

Y sobre un camino de plumas de querubín
con sus alas anudadas para conducirme
a la mismísima gloria de la noche oscura
que resplandece brillando como un tesoro triste

me reencuentro con otros bailarines escuetos
heridos en sus días y despiertos ahora
que sin la música con la que danzan
miran hacia otro lado y siguen sin demora

hacia un portal sin título de propiedad
donde espera un niño para abrirnos paso
entre vendedores de ceniza, prostitutas
y ambulancias sin sirena, y sin embargo

el de plata es el único papel que bien representado
se aparece respaldado por la corte dionisíaca,
son tres sátiros mitad caballo mitad hombre
que acompañan mi viaje de tres micras.

lunes, 31 de octubre de 2011

necroilógica

Arturo Benítez Rambla ha muerto ... otra vez.
Escritor maldito, maldito escritor, ¿por qué nos conocimos?
Ayer te olvidaban continuamente tus versos blancos, tu poesía en carne viva, y tu vida.
¿Y tu vida? ¿y tu alexia*? Ese sí fue un buen poema, mañana seguro lo publican
aquellos que decían no entenderlo, los mismos que afirmaban que no escondías nada.
Tal vez no te encuentren, quizás nunca te han buscado...excepto hoy, que te han muerto.
No te llorará Panero, ni Jordà, ni Ibars porque están contigo
bebiendo el agua de los charcos en el manantial de los muertos.
Y yo...te rindo tributo mientras trato de recordar por qué nos conocimos
...otra maldita vez.




*Pérdida de la capacidad para comprender el lenguaje.
** Libros publicados: Las lámparas azules, Ojos tan claros tan claros, Cuando vuelvas avisa, Círculos viciosos, Antología poética vol.1 , Dios es zurdo, Las malas muelas en misa, Otra vez no me quieras, Sin fondo, Muertos y coleando.

jueves, 29 de septiembre de 2011

cuatro poemas con diferentes estrofas para decirte que...

I. En cuatro estrofas

Ella se fue con dos espaldas
yo sin nada que llevarme a la boca
los buitres rondan mi cabeza
como preparando el banquete.

Dios no está detrás de todo esto
quizás esté ocupado con la manicura
mirando hacia otro lado
como si nos hubiese creado en medio de un retortijón.

Creyó estar disimulando
y se subió la bragueta,
silvó, y mandó una lluvia
que se abrió camino sin piedad.

Al final es su espalda lo único que veo
ahora que los buitres me están despedazando
mientras  el sol que me deslumbra
me dice que resista.


II. En tres estrofas

Y qué decirte si no te conozco
y reconozco que ni siquiera sé
lo que tienes que saber
mas qué ocultarte? estoy perezoso.

Un sueño o tal vez una pesadilla
que se despierta y se duerme
que huye y que regresa
que calla y te grita
que vuelvas...

El otoño está asomando en la esquina de siempre,
las primeras sombras, las primeras luces,
que si te escondes tras el humo de la niebla
de la primera hora del día, para otra vez dejarme solo.


III. En dos estrofas

Y cómo hiciste para encontrarme así, desnudo?
deja las heridas, están bien ahí, sangrando
no te ocupes del dolor de los demás
siempre has sabido como escapar a mis disparos
y ahora quieres curarme con saliva
de tu dulce sonrisa de bruja, déjame.

No voy a reconocer nada de lo que siento
y perderé la memoria y la cabeza
para que no me ahogues
para que no me cures.

IV. En una estrofa

Añicos los tímpanos de tu susurro
noctámbulo a él me agarro
entre triste y sosegado
y con la pena de que comience
otra guerra más.

viernes, 23 de septiembre de 2011

cuchillo ensangrentado

Era de noche cuando ella apareció por entre los arbustos del parque con un cuchillo ensangrentado. No me puse nervioso, ni alerté con una reacción brusca e intimidatoria. Más bien todo lo contrario, permanecí ensimismado. Se acercó y asustada me dijo "esto es tuyo". Los espíritus del parque apagaron las luces de las farolas, y una vez la oscuridad se hizo a nuestro alrededor, noté un tierno y cálido beso en la mejilla. Me quedé como paralizado al sentir el frío de la hoja del cuchillo posándose sobre mi mano, y sus pasos alejarse. Esta no era la primera vez que nos encontrábamos. Ella siempre me entregaba el cuchillo, y yo volvía de inmediato a casa, a limpiarlo, maldiciéndome por no haberle devuelto el beso, tampoco esta vez.

domingo, 28 de agosto de 2011

...el capitán gusano


Cuando todo huele verde entre el suelo de hojas secas oculto, el capitán se tambalea y siente el escalofrío espinal de quien se pone los dedos en la barbilla pensativa. Mira hacia atrás y no está solo. Escucha el rumor de los que no tienen cobijo, de los que se esconden bajo el suelo de otoño, oculto por el verde pasado y crujiente ¿serán sus huesos? El capitán corre con la carrera de quien no corre nunca, y salta con la altura de quien teme haber matado a alguien entre sus dedos y suelta todo el cuerpo desplomado a sus pies. Los gritos que le timbran insoportable en sus oídos de acero y sube a un árbol. Ahí comienza a aliviar su corazón. Sus latidos ceden el paso y suspira...mira hacia atrás y nadie le sigue. Nadie grita. El árbol es frondoso y solo unas pocas hojas penden de él. ¿Unas pocas? De repente, llueven miles de ellas sobre su cara, algunas arañan sus dedos y otras se cuelan entre sus ropas. Comienza a sangrar y grita ¡basta! Empieza a ceder su cuerpo sobre el tronco como cede la savia pegajosa de un pino casi seco. En unos instantes, su cuerpo permanecía completamente enterrado bajo la gravitatoria ley otoñal. Cubierto de hojas sus ojos podían abrirse pero no mirar, su cuerpo se movía apenas para aliviar las heridas y su respiración era cada vez más forzada, pero sus oídos sí que escucharon con ligereza alguien que junto a él se encontraba de pie y preguntándose ¿serán sus huesos? El capitán miró a su lado y estaba acompañado. Alguien echó a correr ahí arriba. Se sintió aliviado y pudo respirar entre las hojas secas de otoño, suelo por el que se arrastraría toda su existencia.

lunes, 25 de julio de 2011

reunión con el director

Corría el año 1978...

- ¿...y por qué cree usted que está con nosotros? -preguntó el director.
- Bueno, a veces, por no defraudar a los tuyos, uno acaba con camisa de fuerzas. 
- Explíquese
- ¿Otra vez? Me acompañó mi hermana a la consulta psiquiátrica, donde trabaja, alegando que el turno de noche estaba acabando con mi salud mental. Yo era informático, y únicamente me tomaba en serio mi trabajo. Cierto es que no trabajaba menos de 15 horas al día, o a la noche. Cuando lo hacía de noche, aprovechaba los días para despejar mi cabeza, comprar un poco de ropa, tomar unas cervezas, etc. Cuando lo hacía de día, aprovechaba el silencio nocturno para trabajar un poco más. No soy un hombre complicado o complejo. Ünicamente estaba algo absorvido por mi trabajo. Hay gentes que las condecoran por eso mismo, y a mí me llevó mi hermana al psiquiatra. 
- Hasta llegar aquí, con nosotros...
- Sí, y desde entonces no he podido seguir trabajando en el que sería “el programa informático que revolucionaría el mundo, tal y como lo conocemos”. Desde aquí no puedo hacer nada. Únicamente me han dejado una máquina de escribir. Ni siquiera lápiz y papel! 
- Ya sabe que un lápiz puede ser un arma mortal.
- ...señor Director, con todos mis respetos, yo soy el interno.
- ¿Y qué es lo que quería pedirme?
- Señor Director, le ruego si, dada mi buena conducta con los otros internos, podría disponer de mi ordenador para que, por lo menos, todo el trabajo que he hecho hasta ahora, no sea en vano. Copiaré “el programa” en un disquet y se lo enviaré a un antiguo socio y amigo para que lo continúe. Es el único que puede hacerlo. Será cuestión de minutos. Por favor.
- ¿cómo se llama "el programa"?
- "Proyecto Red Mundial de Comunicación entre Computadoras"
- Es un nombre largo.
- Por eso mismo, también pensé llamarlo "Inter Net".
- Interesante. Lo consultaré con mis compañeros y le diré algo mañana. ¿Esto es todo?
- Sí, señor Director.
- Puede retirarse.

domingo, 3 de abril de 2011

...trozos de su infancia (o cómo una madre es capaz de prostituirse por la merienda de un hijo)

Corría un tiempo en que, verdaderamente, no se podía estar uno quieto. Eran los años cuarenta del siglo veinte. Los tres hermanos varones de la casa salieron a recoger algo de leña para la estufa, el brasero, y la chimenea. Lo hacían cada tarde antes de merendar, aunque no hubiese para merendar, o antes de que el padre llegase del trabajo, cuando tenía trabajo, o antes del anochecer. Iban los tres como jugando sin darse cuenta, la rutina ociosa de los niños, hacia el bosque. No había más que cruzar la calle principal de entrada o salida del pueblo, y adentrarse entre la maleza que hacía de muros de un par de caserones; el del señor Damián, y el del señor Venceslao. No resultaba nada peligroso el camino que les conducía hacia la leña, aunque eso no impidiera encontrar sus propias aventuras. Quizás, la ausencia de peligro les hacía ser más imaginativos en vez de más bobos, como uno pensaría.
Una vez recogida la leña suficiente como para poder volver al día siguiente, se acercaban a la casa del señor Damián, y tras unos arbustos, observaban fijamente el pozo donde según contaban otros niños mayores en el colegio, una vez cayó Matías, el único hijo, antes de morir quién sabe si por la altura o simplemente ahogado. Pero lo más emocionante, el momento que con más ansia esperaban y que más les intrigaba a los tres pequeños era ver al señor Damián recogiendo agua del pozo, y se preguntaban qué sabor tendría, o si le asomaría un brazo, o si tal vez el padre había llenado el pozo hasta arriba para sacar a su hijo, o si lo había dejado ahí en el fondo, pudriéndose. Hasta llegaron a apostarse las colecciones de chapas para el que lo sacara de ahí. Cosas de niños. Después del segundo cubo de agua que el señor Damián había sacado, se dio cuenta de la presencia de los niños y con un aspaviento los ahuyentaba. Así todos los días.

Entonces, corrían hacia la casa del señor Venceslao, donde a unos quince metros de los arbustos que lindaban el terreno, había una higuera de la que robaban unos cinco higos por cabeza, y salían corriendo de nuevo, en busca de la leña que habían dejado por ahí tirada, tras escapar del señor Damián y su pozo. Colocaban los higos cuidadosamente entre la leña por si se cruzaban con alguien por el camino, que no sospecharan que venían de robarlos de la casa del señor Venceslao, aunque seguramente, todos en el pueblo lo sabían. Al llegar a la casa, excitados de imaginación, riendo saltando, jugando, “el que pierda al pozo!”, veían cómo su madre siempre les estaba esperando en el umbral, con la cortina echada para un lado. Ella les observaba con detenimiento y ternura. Y sobre todo, la madre se fijaba en la manera en cómo sus tres hijos depositaban la leña. Si la tiraban al suelo, la merienda sería pan con aceite; pero si la dejaban con cuidado, ya podía ir a buscar unas servilletas y comer los higos. Mañana por la mañana, la madre iría a casa del señor Venceslao, a darle algo a cambio de los higos que sus hijos habían robado, pero eso ya es otra historia.

domingo, 13 de febrero de 2011

el niño callado


J. parecía el niño más feliz en estos precisos momentos. Una larga enfermedad lo había tenido apartado de cualquier contacto social que le perteneciese por naturaleza. Pero era su último día en el hospital. Al día siguiente le darían el alta. Llevaba unos veinte meses sin ver a sus amigos del colegio ya que desde poco más de un año permanecía postrado en una cama con tubos por todos los orificios inimaginables, pensando que este día jamás llegaría. De hecho, había dedicado más tiempo a tratar de entender su destino, esa mala suerte de salud que le había tocado, que otros pensamientos propios de niños, como el divertimento o el magnicidio. Casi ni recordaba las caras de sus amigos, ni sus gestos o bromas, solo sabía que esta vida que había llevado durante este tiempo no era la propia de un niño de su edad. Era más bien, vida de abuelos, locos o ambos. A menudo pensaba en viejos locos y se le aparecía su cara en ellos (su único divertimento), hasta el día en que su madre le comunicó que todo iba a ser como antes, que iban a volver a casa juntos y ser una familia y todo eso. Pero el chico ya no recordaba nada. No recordaba lo que era antes de estar en esa cama blanca y dura. Cerraba los ojos y todo lo veía de color blanco, sin ningún recuerdo. Su madre lloraba de felicidad, pero el niño simulaba la felicidad del que se cura, sin dramatizar. No sabía ni tan solo qué enfermedad había tenido. Lo único que tenía claro era que no había tenido que estar ahí, pero, ¿qué le esperaba afuera? Esa felicidad de la que tanto le hablaba la madre atrtopellándose en sus palabras no le prestaba ningún sentimiento de alivio. Lo único que le aliviaba era el silencio de la noche, cuando todos ya le dejaban descansar. De hecho, se pasó innumerables días haciendo ver que descansaba, cuando en realidad rezaba para que todos dejasen de hablar de él. Ése era el remedio que había encontrado a sus ocho años de edad.

Al cabo de una semana, volvió la madre con el niño al hospital. Desde que salió tras veinte meses, no había pronunciado una sola palabra. Y nunca más lo hizo.

por fin en casa

Esa noche, M. C. llegó muy tarde a casa. Anduvo como deshaciendo el mismo camino que con tanta minuciosidad había ido construyendo para su regreso del trabajo a su cama. Porque sabía que lo único que le esperaría en casa a parte del frío de su consciencia era el frío de su cama. Y porque sabía que esta sería su última noche en la ciudad. Siguió titubeando en la puerta del ascensor y subió por las escaleras. Abrió la puerta de su casa, se dirigió al baño, se miró al espejo y se preguntó: ¿por qué he llegado hasta aquí? Desde la omniscencia no se puede asegurar si realmente se hacía esa pregunta con una intención profunda, o si simplemente estaba tratando de dar significado a una decisión para la que todavía no había encontrado respuestas. 


A M.C. le gustaba perfumarse al llegar a casa. Abrió el segundo cajón del mueble del cuarto de baño, cogió la pistola y se llevó el cañón a la cabeza con el mismo gesto que noches anteriores se apuntaba con el perfume. Entre el frío de su consciencia y el frío del arma sintió como si una serpiente recorriese toda su columna hasta introducierse en la pistola. En ese momento tuvo miedo. Sabía que estaba cargada. Sin embargo no había ningún indicio de desesperación,  impaciencia o arrepentimiento. Sólo seguía preguntándose frente al espejo ¿por qué? Apagó la luz y notó una voz cálida en su mente que provenía del espejo advirtiéndole: "¿Acaso eres tú este reflejo?" Como no supo qué responder, cerró los ojos, y de la misma manera que otras noches conducía el difusor del perfume hacia la sien y sentía un escalofrío que le indicaba que el día había terminado, esa noche apretó el gatillo de  la pistola y no sintió nada.

llego tarde a una cita

Parte 1

Como a la mayoría, no me entusiasma mi trabajo, pero no me quejo ni le echo las culpas a los turnos o a los sueldos, sin embargo hay un momento al día en el que todo tiene sentido de camino al trabajo. Ahí está, siempre tan puntualmente misteriosa en el cruce de Provenza con Calabria, que es desde donde se unen nuestros caminos todas las mañanas a las nueve menos diez, hasta el andén del metro Hospital Clínic. Ciertamente, no sé con certeza si nuestras miradas se cruzaron alguna vez, pero yo siempre tengo preparada mi mejor mueca para corresponder a su saludo. Una leve sonrisa hacia la izquierda, y una mirada sugerente y amañada, aguardan con inquietud el ser correspondidos por esa enigmática mujer. Como imantado llego tras sus pasos al andén y corrijo ciertas frases que ahora me parecerían más oportunas si un fortuito encuentro se produjese. Ya casi lo tengo todo preparado. Claro que, hace ya bastante tiempo que disfruto de este pequeño momento matutino. No le hablaría del trabajo, eso por supuesto, pero trataría de tener reflejos para sus primeras palabras. Luego un chiste leve, nada cómico, pero incisivo para esas horas. Ni siquiera trascendente, pero que despertase su curiosidad, y tal vez la osadía de que reconociese que ella también se había fijado en mí desde hacía tiempo. Era una especie de ángel de la esperanza que un día tras otro se me aparecía para decirme que ya quedaba poco para…pero pasaban los días, y hoy no parecía que fuese el definitivo. Mientras esperábamos, ajenos entre nosotros, el tren, ella se dispuso a leer. Ya sabía qué libro era, llevaba con él tres días. “Bartleby, el escribiente”. Yo jamás le interrumpiría, pero habrá un hecho, el día menos pensado que tal vez nos una para siempre.

Parte 2

Hoy ha cambiado mi vida. Cualquier hecho repentino puede provocar giros tan bruscos…estoy desorientado. Esta mañana, en el semáforo de siempre, no estaba ella. Como es natural, empecé a hacer mis propias y graves especulaciones, dándole una trascendencia desmesurada a nuestra anónima existencia en común. Me iba la vida en ello y sin embargo ni la conocía. Me di cuenta de lo innecesario que puede llegar a ser el conocimiento cuando dentro se siente lo que yo sentía. Tal vez la habían echado del trabajo, Dios mío, qué tragedia, eso sería un duro contratiempo… pero con suerte, estaría en casa, enferma, durmiendo la fiebre, arropada y tiritando, como una estrella. Cuando llegué al andén me quedé mirando fijamente el hueco de su figura, la ausencia de su presencia. Pero de repente, ese hueco se llenó. Era ella. Respiraba con paso acelerado y estaba intranquila y cuando me quise dar cuenta, me estaba mirando fijamente a los ojos, extenuada. El tiempo se ralentizó, sus labios se unieron para dar lugar a las tan ansiadas primeras palabras. Tal vez hasta compartiríamos el trayecto, y ya estaba pensando como encarar la conversación, que no decayese, una broma sobre las prisas… Y mis pensamientos fueron interrumpidos por su voz, maravillosa, que preguntó: “¿Sabes si tardará mucho el metro en venir? –mientras, seguía respirando acelerada, y continuó- es que llego tarde a una cita”…En ese momento, antes de que me diese tiempo de contestar, aparecieron las luces a través del túnel, y el ruido, y el tren acercándose…Ella inspiró hondo, aliviada, y se tiró a las vías.

el reloj

Decían de él que no era persona de fiar. Hacía ya un tiempo que rondaba por el pueblo, y sus gentes lo miraban con el recelo del extraño. En el pueblo nunca pasaba nada. A eso estaban acostumbrados los lugareños, y eso sí que lo veían con buenos ojos. El ayuntamiento no tenía reloj ya que las rutinas de cada uno eran más puntuales que los relojes que el ayuntamiento había tenido en el pasado. En la última junta de vecinos se decidió por unanimidad desinstalar el reloj y no volver a lucir uno. Ninguno del pueblo utilizaba tampoco uno de esos de muñeca o bolsillo. Y la última vez que vieron al relojero del pueblo fue cuando el último reloj que vistió la fachada del ayuntamiento descendía alicaído entre dos operarios hacia el cementerio del tiempo. De eso hacía ya más de una década, o como diría cualquiera del pueblo: “hace más de diez años, tres meses, doce días, cuatro horas y veintisiete segundos”. Todos poseían esa pequeña peculiaridad en el pueblo. Podían calcular el tiempo exacto de cualquier situación ocurrida en el pasado, claro está. Eran gente tranquila, de campo, humilde. Jamás vieron amenazada su cualidad hasta que llegó ese extraño. Era joven pero parecía viejo, o viceversa. Los del pueblo nunca decían nada de él, pero en sus ojos cabía todo el rechazo que se pudiera tener a alguien desconocido. Contaban las milésimas de segundo que quedaban para perderlo de vista, pero las milésimas pasaban y pasaban...hasta que un día, al amanecer, un grito llegó a todas las esquinas del pueblo. Y en unas tres millones de milésimas coincidieron en el mismo punto, enfrente del ayuntamiento. En lo alto de la fachada, un reloj impecable marcaba la hora exacta. Todos se miraron entre sí, con nerviosismo, hasta que alguien gritó: “No está! El extraño no estáaaaa!!!”. Y ese reloj permaneció ahí, con una exactitud propia del tiempo cuando se detiene, igual que las vidas de los desconfiados lugareños de este pueblo.

ella desmemoriada


De repente, se encontró en una habitación de hospital sin recordar absolutamente nada. Ella miraba en todas las direcciones tratando de alcanzar algún recuerdo, pero su cara de espanto delataba el fracaso. Las ventanas estaban completamente cerradas y no tenía compañero ni compañera de habitación, aunque en ese momento ella hubiese preferido la enfermedad de alguien para poder preguntarle algo. No recordaba nada. No recordaba nada pero sabía que estaba en un hospital, y que lo que se abría en ese momento era una puerta, y que lo que entraba era una persona de sexo masculino, y que esa vestimenta era propia de un doctor. “Buenos días, veo que ya estás despierta, ¿cómo has pasado la noche?” preguntó el doctor con voz de doctor. “No recuerdo nada, ¿por qué estoy aquí?, ¿Qué me ha pasado? Dígame algo” advirtió ella con voz de paciente mujer. “Tranquilízate, tómate estas píldoras, y descansa, vendré dentro de un rato, quieres que te traiga algo para leer?”. “No, me duele mucho la cabeza y...”. “Bueno, ahí tienes agua, luego nos vemos.” Y salió. Ella giró la cabeza hacia la mesita de noche buscando un reloj para saber qué hora era, pero no había ninguno, y en su muñeca tampoco, aunque tuviese la marca pálida del que normalmente lo utiliza. Empezó a sentirse inmóvil, quería toser y no podía, lo que le puso más nerviosa todavía, y quiso llorar y tampoco pudo, y quiso llamar al doctor pero éste entró sin ser llamado.
El doctor la desvistió mientras los ojos de ella se abrían de par en par sin entender nada. No reaccionaba y el doctor con una sonrisa pérfida comenzó a tocarle los senos suavemente. No podía gritar. La piel de ella se ponía de gallina, mientras sus ojos se ponían lacrimosos. El doctor abrió el telón de sus pantalones y sus felices genitales entraron sin pedir permiso en los de ella. Este trámite no duró demasiado tiempo, o por lo menos él se quejó de eso. Cerró el telón, la vistió, y le dio nuevamente su medicación mientras le dijo: “Tienes fiebre, será mejor que te traiga un poco de Rohipnol, ahora duerme y descansa”. Y salió por la misma puerta que entró, ya que solo había esa. Ella empezó a notar cómo su vista se difuminaba en una niebla cada vez más espesa. Sentía ganas de llorar pero no podía, y perdió la consciencia. El doctor entró de nuevo, le abrió la boca pero esta vez sólo introdujo una pastilla en su interior.
Al cabo de unas horas, ella abrió los ojos y se encontró en una habitación de hospital sin recordar absolutamente nada. Miraba en todas las direcciones tratando de alcanzar algún recuerdo, pero su cara de espanto delataba el fracaso. Las ventanas estaban completamente cerradas y no tenía compañero ni compañera de habitación, aunque en ese momento ella hubiese preferido la enfermedad de alguien para poder preguntarle algo. No recordaba nada. No recordaba nada pero sabía que estaba en un hospital, y que lo que se abría en ese momento era una puerta, y que lo que entraba era una persona de sexo femenino, y que esa vestimenta era propia de una doctora. “Buenos días, dijo la doctora”.

encuentro con Pedro Ruiz

El martes hacia las 21'30h salía yo de clase de Lenguaje Musical y caminaba apresurado hacia la estación de tren de Badalona para coger el tren de las 21'30h que siempre llegaba con algo de retraso. A mitad del camino me pareció que iba a adelantar a Pedro Ruiz, me fijé si verdaderamente era él, y en efecto, él era. Conversaba con otro hombre de unos cincuenta años, pero peor llevados, que lo agarraba del brazo, y por alguna sinrazón me animé a saludarlo:
- Hola Pedro, sabes? Me caes bien - le dije sin pensar, además le llamé por su nombre de pila en vez de Sr. Ruiz, o Pedro Ruiz, por lo que dado su carácter impetuoso, ya esperaba que me mandase al cuerno, pero fue más rebuscado que todo eso.
- Ah, sí? Y eso por qué? - preguntó como para ponerme nervioso.
- Bueno... porque... te tengo por un "libre pensador", y ...
- Y eso que piensas que soy, qué es? - dijo mientras mis nervios pasaron de contraerse a dilatarse.
- Pues, que me cae bien la gente que no necesita un decálogo ideológico que le defina ... o le limite, claro. Me refiero a que, de alguna manera, la gente tiene la necesidad de pertenecer a algún grupo determinado, que encima, te enfrenta a otros... y no sé, la gente que va por libre y que sin embargo no se siente al margen, ... me cae bien...
-...al margen... de la sociedad? - preguntó Pedro.
- Exacto, la historia es ir más allá del propio grupo. Es como la burocracia, inventamos un sistema para controlar ciertos aspectos de la vida, y nos acaba controlando el sistema a nosotros.
- Y como querrías tú que fuese la burocracia, flexible?
-Coño, pues claro, me refiero que las normas tienen que existir por y para la gente, y tienen que ser flexibles a los casos particulares. Y eso es trabajo de los burócratas, que tendrían que pasar de ser "tuercas" del sistema, a "venas" del sistema
-Me gusta esa analogía... pero te estás perdiendo -dijo Pedro con una sonrisa más cercana que su voz. Parecia nervioso...
-Bueno, la gente librepensadora entiende las cosas con sus contradicciones, mírame a mí, iba corriendo para que no se me escapase el tren, y ahora incluso camino sin prisa alguna, como si te estuviese acompañando a algún sitio.
-(risas) Ya... bueno, me has dejado mudo... -confesó Pedro perplejo - tú, sin embargo, vas de un tema a otro, ... debes de ser un tipo muy solitario...
-Bueno, por dentro más que por fuera - y en ese instante se detuvieron en una esquina, y el señor que acompañaba a Pedro interrumpió con un "bueno...vamos?", así que dándome por aludido me adelanté a despedirme.
-No interrumpo más, un saludo, y siento la pérdida de tu madre.
-Gracias ...
-Adiós... ah, ¡y deja ya de hurgar en la basura! -le dije... como para que me tomara por un tarado...
-Vaya joven surrealista - murmuró entre risas inquietas.
Mientras, su acompañante le agarró del brazo y le empujó a seguir. Unos metros más adelante, giré la cabeza para ver por donde iban, joder, y el reflejo de una farola iluminó la pistola con la que el acompañante le estaba apuntando mientras se dirigían a un cajero. Se detuvieron en él ... rápidamente pensé: mierda... se me va a escapar el tren!!! Arranqué a correr y llegué justo a tiempo. Mientras subía se oyeron dos disparos. Me senté y me dio un ataque de tranquilidad. Otra historia más... pensé.
Al llegar a casa, mi mujer me preguntó enérgicamente:
-Has visto que se han cargado a Pedro Ruiz en Badalona? Qué fuerte!!!!
-No... qué ha pasado? ...cuenta...

miércoles, 8 de diciembre de 2010

...trozos de mis recuerdos



[...] No recordaba el momento exacto en que había recuperado el conocimiento, o más bien, en qué momento el conocimiento me había recuperado a mí. Tampoco recordaba cuándo lo había perdido. Recordé la fugaz sensación de dudar si continuaba con vida, pero a menudo sentía ambigüedades de ese tipo. Todo lo que sucedía alrededor se asemejaba a un pasado o futuro palpable, percibía una extraña sensación de ausencia circular.

Ahora esas gentes que me rodeaban con sus ojos atentos a lo que una voz indicaba, permanecían de pie, impasibles, con los rostros fruncidos de atención, como si me estuviesen memorizando. Así se debería de sentir un extraterrestre capturado voluntariamente, sólo que mi voluntad había olvidado la captura. Persistía un dolor de cabeza, hábito poco frecuente entre mis enfermedades.

Giré el cuello que chirrió igual que unos palitos secos. Recordé un sonido lejano, el de las ramas secas que yacían en los cementerios. De pequeño saltaba sobre ellas componiendo melodías funestas, hasta que algún familiar extraño me cogía violentamente del brazo ordenándome un “¡estate quieto, niño!" Mi abuela siempre salía en mi defensa y le respondía “¡deja jugar al niño, coño, que de gente quieta y callada ya estamos rodeados!” Yo no entendía muy bien lo que le quería decir, y entre avergonzado y arrogante, dibujaba unos círculos de hojarasca con la punta del pie, mientras mantenía mis manos educadas en los bolsillos.

Mi familia siempre se quedaba largo rato respirando frente a los nichos. A mí me resultaba muy gracioso ver las fotos de la gente que rodeaba a mi abuelo. No le había conocido, murió antes de yo nacer, así que él tampoco me había conocido a mí, aunque yo estaba seguro de que sí. Entonces me acercaba a sus vecinos, todos a rebosar de flores vivas, y les preguntaba que cómo era mi abuelo, si era simpático, si hacía muchas bromas, si se peleaba mucho con otros muertos, si quería a mi abuela. Ella, que me escuchaba, misteriosamente para mí, se acercaba llorando y me decía en voz muy baja mientras me abrazaba, “vamos, al abuelo no le gusta que chismorreen delante de él, se va a enfadar”, y volvíamos camino a la entrada. Yo comenzaba a saltar de nuevo porque estaba contento pero hacia la salida nunca nadie me dijo nada.

Giré el cuello hacia el otro lado, pero esta vez el ruido fue diferente y no me trajo ningún recuerdo. Sin embargo, vi a mi abuela tumbada en la cama de al lado, medio sentada, con las gafas haciendo equilibrio sobre la punta de su nariz, y con una pluma. Me preguntó si le podía ir a comprar papel de carta para escribirle al abuelo porque no podía ir a verlo al cementerio. Sonreí e hice el gesto oportuno con los brazos para apoyarme en la cama y levantarme, con la intención de ir al estanco más cercano y comprar lo que me había pedido. El ramo de batas blancas que me custodiaba empezó a moverse como hormigas desorientadas en la inmensidad de un metro cuadrado. Resultó muy ridículo verlos ahí perdidos en esta pequeña habitación doble de hospital, con esos uniformes pornográficos. Me inyectaron una dosis letal para mi conciencia y dormí durante tanto tiempo que cuando desperté, mi abuela ya no estaba. En su lugar, se enfermaba una señorita rubia que no superaba la mayoría de edad. Le pregunté si cuando ella iba al cementerio, trataba de sonsacar información a los otros muertos, pero a su familia le indignó esa pregunta y corrieron la cortina. Quedé aislado en mi mitad de habitación sin alguien que me rodeara. Estaba completamente solo tras el murmullo. Con nadie. [...]

[Pestañeo , parte II]

viernes, 26 de noviembre de 2010

por fin en casa

Esa noche, M. C. llegó muy tarde a casa. Anduvo como deshaciendo el mismo camino que con tanta minuciosidad había ido construyendo para su regreso del trabajo a su cama. Porque sabía que lo único que le esperaría en casa a parte del frío de su consciencia era el frío de su cama. Y porque sabía que esta sería su última noche en la ciudad. Siguió titubeando en la puerta del ascensor y subió por las escaleras. Abrió la puerta de su casa, se dirigió al baño, se miró al espejo y se preguntó: ¿por qué he llegado hasta aquí? Desde la omniscencia no se puede asegurar si realmente se hacía esa pregunta con una intención profunda, o si simplemente estaba tratando de dar significado a una decisión para la que todavía no había encontrado respuestas. 

A M.C. le gustaba perfumarse al llegar a casa. Abrió el segundo cajón del mueble del cuarto de baño, cogió la pistola y se llevó el cañón a la cabeza con el mismo gesto que noches anteriores se apuntaba con el perfume. Entre el frío de su consciencia y el frío del arma sintió como si una serpiente recorriese toda su columna hasta introducierse en la pistola. En ese momento tuvo miedo. Sabía que estaba cargada. Sin embargo no había ningún indicio de desesperación,  impaciencia o arrepentimiento. Sólo seguía preguntándose frente al espejo ¿por qué? Apagó la luz y notó una voz cálida en su mente que provenía del espejo advirtiéndole: "¿Acaso eres tú este reflejo?" Como no supo qué responder, cerró los ojos, y de la misma manera que otras noches conducía el difusor del perfume hacia la sien y sentía un escalofrío que le indicaba que el día había terminado, esa noche apretó el gatillo de  la pistola y no sintió nada.

lunes, 22 de noviembre de 2010

poema de un loco a secas

¿Alguien puede oirme?
Dicen que estoy loco y quería remediar eso, pero
¿Hay alguien ahí que me pueda oir?
¿A quién le explico yo todo mi tormento?
¿Ya no queda nadie que sepa escuchar?
Ni siquiera necesito cobijo,
sólo un corazón valiente que sea capaz de entender,
de esos añicos que laten enteros,
que no hacen preguntas ni rinden pleitesía a sus coartadas.

...No, a tí no te necesito ahora,
y a tí ya te lo expliqué hace tiempo y sin embargo
me internaste en esa cárcel de carne y hueso,
podrida y roída solo tuve que dejar pasar el tiempo,
y eso es lo único que pido que no tengas en cuenta,
pero primero necesito que me escuches
y que puedas hacerlo ya no estoy tan seguro
en cambio, te necesito para que me compadezcas
como no lo supiste hacer nunca.

No me humilles más y escucha, no te vayas
porque tu espalda no tiene oidos
y aunque tu cara no tenga ojos, no los necesito
con tu corazón me basta.
Pero las dimensiones de tu ego no las soporto
no dejas de pensar que fue culpa tuya
porque no podrías soportar la indiferencia,
la misma que me está matando aquí pero mañana,
la misma que te advierte que no eres ni serás capaz
de pedir perdón aunque no te falte la razón.

Ah! Ahora sí que me prestáis atención
pero he tenido que aguantar vuestras risas como si hablase a solas
y ahora resulta que estáis dispuestos a darme de vuestro tiempo
y eso sin reconocer que vuestro tiempo no vale nada
no vale absolutamente para nada más que para justificar mi salud
y ni siquiera os estoy utilizando,
pido a coces que me escuchéis porque quieren volver a meterme dentro de mí.
Eso no pienso tolerarlo,
a ese otro si que no lo pienso escuchar
aunque me grite y aunque me suplique haré como vosotros,
haré que escucho, le complaceré pero no pienso seguirle a ningún lugar.

Y si grita ¿alguien puede oirme?
y me intenta convencer de que no está loco
y que lo único que necesita es ser consciente de que le pueden escuchar
porque, sabéis, no cree que está loco mas sí muerto
y es por eso que se mete dentro mío como si fuese su único refugio
pidiendo a gritos que le escuche... pues de lo contrario no late,
pero yo... yo ya no puedo más.
¿Sabéis? ahora que no me oye nadie, voy a acabar con él.


domingo, 10 de octubre de 2010

...trozos de mis ojos

[...Inspirando me sentía en Eolia convertido en Dios del Viento, soplando por encima de todo. La ciudad que tanto ahogaba, se condensaba en un ácaro desde esta cima, y anochecía invisible. Soplaba nuevos aires al respirar sin memoria, como un niño, completando el círculo que une a viejos con infantes, cumpliendo con la vuelta hacia la eternidad tras esta interrupción que es la vida. Espirando armónicamente todo me pertenecía, el firmamento entero contrarrestaba el murmullo baladí de las nuevas ciudades. Sólo tenía que respirar profundamente y descontaminarme de la coraza residual de la cultura. ....]

Pestañeo (parte iv)

sábado, 11 de septiembre de 2010

la cárcel extraña


En la frontera invisible que separa la vigilia del sueño, fue donde quedó atrapado, cumpliendo una condena de nueve meses y un día. Una atracción inexplicable le llevó hasta ahí y durante ese tiempo no consiguió realizar pensamiento alguno. Estaba como paralizado, amnésico, poseído por una oscuridad cósmica que le impedía reaccionar, manteniéndose en una sensación flotante, incorpórea. Como en un desierto sin luz, ni vista; sin hambre ni boca; sin razón pero con cerebro. No conseguía entender nada de ese estado vegetativo al que de repente había sido conducido por una especie de fuerza gravitatoria. Era como si hubiese pasado de la verdad al desconocimiento en una fracción ínfima de tiempo, para quedarse atrapado en esa frontera invisible que separa la vigilia del sueño.

Nada tenía que hacer para comer, y sin embargo, no era la oscuridad de la muerte lo que le rodeaba. Ni la oscuridad de la noche, no, era una oscuridad nueva, desconocida. Y la sensación que le recorría a medida que pasaba el tiempo del que no era consciente, era como si lo estuviese olvidando todo. Como si volviese de un lugar lejano al que jamás volvería, y del cual ya nada importaba. En vano eran todos los intentos de tratar de recordar qué le había llevado hasta ahí, y por qué; del mismo modo que en vano son los intentos de permanecer en la frontera del sueño y la vigilia. Sin embargo, no tenía que ver con la muerte. Sentía su corazón latir, su hambre saciada, y su respiración oxigenada.

Intentaba recordar cómo era posible haber llegado hasta ahí, y sin embargo no podía recordar en qué había fallado, qué hizo mal para terminar ahí encerrado, moribundo, apenas móvil y con las extremidades como atrofiadas.

No había nada en su cabeza, tan solo oscuridad, una especie de vacío infinito que le mantenía bloqueado, aunque de algún modo se sentía vivo. No sentía la percepción del tiempo, desconocía cuánto le quedaba de estar ahí, y cuanto llevaba. Ni recordaba cómo había llegado ni sabía por qué. Fueron pasando los días y las noches sin diferenciarse los unos de los otros. Tan solo la oscuridad era lo que le rodeaba en todos los sentidos.

Un día o una noche, en cierto momento, sintió que algo se movía a su alrededor, una fuerza centrífuga lo volvía a poseer nueve meses después y para cuando quiso darse cuenta, era demasiado tarde: acababa de nacer.

viernes, 10 de septiembre de 2010

PESTAÑEO

Relato mental en cinco partes.

parte i


Los párpados hicieron un único movimiento descendente manteniendo los ojos cerrados. Fue entonces cuando, empujado por la sensación que corría estos días al acercarme a ella, la distancia me dio cuentas de algo. Estaba construyendo mi propia despedida, así que, anuncié a los pensamientos el drama de la próxima escena.

Rodeado de melancolía, miré por el tragaluz en busca de un respiro que aliviase la inquietud del estómago. Me sentía ajeno a todos nuestros instantes. Sabía que formularse preguntas de inmediata respuesta era tomarse un analgésico. Quería encontrar los matices, y no permitir que los futuros ausentes impusieran las respuestas, recordaran los desatinos y tropiezos, y mucho menos juzgaran mis sentimientos como si fuesen suyos, sin importarles lo más mínimo. Esta vida no se iba a vivir ajena a mí. Necesitaba distancia. Me acerqué al espejo con aires de supersticioso y el espectro me desafió con sus decisiones impropias. Esta vez, el siguiente sería yo.

Una única pregunta rondaba sobre mi cabeza antes de que estos dos sonámbulos del asfalto en detrimento mutuo despertasen: ¿intuiría gesto alguno de las tribulaciones? Quizás, cuanto más cercana fuese la persona, menos capaces de prever el daño al que nos marginábamos seríamos nosotros. Era demasiado pronto como para imaginar dónde irían a parar todas estas sospechas preventivas, pero una ausencia alertó de la inmediatez funesta. No sabía si alegrarme, o todo lo contrario. Mis sentimientos dudaban en este momento un tanto hipócrita.

Mientras intentaba buscarla entre el baile de confusiones, la multitud entorpecía esta danza de destierro. Sabía que no iba a acabar bien porque iba a terminar. Se dispersaron todos excepto nosotros. Descendieron unas primeras lágrimas que asumían los títulos de crédito de esta canción de cuna. Qué distintos fueron los puntos de vista. El mío buscó en el impulso un pedazo de odio que anulase el sufrimiento, fórmula común para no sufrir, pero eran momentos de precaución más que de rencores forzados. ¿Precaución o distancia? Mi distancia buscaba, con su mirada fija en algún punto muerto, algún recuerdo oportuno para poder salir de aquí, pero se distraía especulando con el futuro de este adiós tan atrevido e inesperado. ¿No estaría yo coqueteando con vivir mi propia tragedia? Hacía tiempo que ya estaba borroso, ausente, difuminado, no sentía nada, y necesitaba volver. Inspiré. Tras esta puerta de sala de baile me esperaba el libre destierro. Todavía no sabía qué había de cierto en todo esto. Me despedí como si mis labios no la hubieran besado nunca.

En un intento simple de dirigirme al cuarto de baño, me sumergí en la eternidad del estrecho pasillo. Un súbito rodeo en todas direcciones cedió al observar cómo los pies caminaban sobre la misma baldosa. Los cuadros me rodearon disminuyendo la presencia en esta breve eternidad del corredor que conducía a nuestra muerte definitiva. Tras algunos vaivenes, no me sentía seguro en ninguna de las habitaciones. Un latir invisible me observaba desde todas las esquinas de la casa. Mientras tanto, en esta impaciencia laberíntica, continuaba empequeñeciendo, al tiempo que las paredes me ahogaban la respiración. El sudor se hizo más evidente, y caminar, más arduo que de costumbre. Cerré todas las puertas y me escondí en el pasillo, entre varios cuadros totalmente desconocidos que se apoyaban sobre la pared. Sus dibujos familiares no significaban absolutamente nada, aunque pensé que en los momentos en los que uno disminuía, no se estaba en condiciones como para que unos objetos que servían de refugio significasen más que eso. Las baldosas se expandieron hasta contener toda mi presencia. Los surcos que unían baldosa con baldosa se venían como precipicios inalcanzables así que decidí quedarme quieto, escondido tras esos cuadros, mientras comenzaba a ahogarme en mi propio sudor. Los ojos escocían impidiéndome ver más allá de una baldosa pero continué ahí, en medio de ese desierto de azulejo. El sudor cedió, y el corazón aumentó sus palpitaciones al diferenciar en el horizonte una escalera. Corrí hacia ella mientras seguía disminuyendo, al tiempo que más faltaba el aire cuanto más intentaba respirar. Oí su voz y quise alcanzarla, pero la escalera era demasiado pequeña. Apenas algún eco se deshizo entre mis dedos. Mi espalda se deslizó sobre la pared hasta dejarme caer al suelo. No había nada alrededor, estaba completamente solo. Pensé que no sería tan fácil separarnos cuando de repente, me interrumpió la oscuridad.

Salí a la calle a tirar el dolor desconcertado que arrastraba mi cabeza, como pretexto, aunque realmente quería disfrutar del placer del primer paseo observando sin interrupción los tiempos pausados, sin prisas; gente que corría cultivando sus cuerpos al son del compás que forjaría esa futura salud de hierro, mientras los trotamundos al sol leían la prensa manejando sus ritmos y desequilibrios ajenos a esta actualidad de papel, cambiada por unos cartones de vino en los que siempre pensaba que al día siguiente, también serían mis borracheras quienes le beberían; y el tic tac de las parejas de ancianos que sobrevivían a sus difuntos y a ellos mismos con una sonrisa que se balanceaba entre esa antología de arrugas y respuestas. Un nuevo mundo se vertía sobre mis ojos. Los paseos se rodeaban de multitud de pequeñeces mundanas, pequeñeces que me acorralarían al abandono oscuro del hogar, sin impulso ni fuerza, sin ganas ni deseo, a la suerte de algún indicio de salida, completamente inhibido entre tanta belleza. Me mareé una y otra vez mientras todas estas escenas desaparecían dando paso a nuevas que me acompañaban, a la vez que trataba de arrancar la cabeza del dolor ascendente. Estaba calado de una niebla que se desprendía, que me impedía distinguir las cosas, los hechos.

De alguna manera, conseguí llegar a casa con la cabeza cubierta de un dolor atenuante, y concluí que lo que no había sabido asumir era la velocidad de los acontecimientos. Todo sucedió rápido, de un segundo a otro sin transición alguna. En ese lapso, que no tiene tiempo de excusas, encontré mi espacio; un tiempo reducido al recuerdo, una muerte reducida a una vida, y mi paseo reducido a dolores y mareos. Pero no hubo ningún recuerdo que se manifestase al respecto. Se solapó la intención de descansar por un rato, con el reloj dándome la espalda.

Al despertar de esta especie de nicho con muelles, el primer deseo fue el de estar muerto pero soñando. Quise que no sucediera nada, en ningún momento, en ninguna parte. Imaginé el fin de la existencia, o la existencia reducida a la humedad que sienten los gusanos cuando tienen hambre, en esas ciudades de cemento llenas de pasados y presentes óseos amontonados en edificios de barrio obrero, donde la debilidad humana dejaba a la religión hacerse cargo del rastro por este mundo, reducidos a fotos eternas.
Justo al abrir el cajón para buscar un álbum y seleccionar la mía, me alarmé al ver mi cuerpo ahí al lado, dormido como si no hubiera despertado o como si este despertar fuera el de otro. Los reflejos reaccionaron en silencio, sin despertar ese cuerpo al que pertenecía. Levanté la cabeza del durmiente con cautela para no despertarle, y dispuse su cuerpo como el de un cadáver, con las manos, una sobre otra, a la altura del pecho, y di un pequeño empujón a la barbilla para inclinar su cabeza hacia atrás. Deseé que cualquier enfermedad estuviera haciendo su trabajo para no permanecer más tiempo a solas en este habitáculo con perfume a muerte. El espacio resultaba angustiosamente reducido y oscuro. Me tumbé junto al cuerpo, o junto a mí mismo.

Entró una ráfaga de tarde gris, con el viento de la despedida y el ventanazo me despertó. Observé detalladamente la calle desnuda, temblando, con los colores, las formas, los líquidos desdibujados. Tal vez, también ventanas a dentro nada mantuviera su patrón original. Unas fotos despedazadas sobre el suelo trajeron imágenes del sueño: verme durmiendo mientras me levantaba por dichas fotos, el cementerio, deseos apocalípticos... de estar enfermo sin morir, esperando. Olvidé el sueño atrapándolo en el zulo de la realidad, y desapareció como lo hacen todos, sin más.

En definitiva, la mente no podía parar de cavilar, de recibir información sensorial deformada, analizando todo en un batiburrillo de realidad incoherente. Mientras unos pensamientos se desplomaban, otros se superponían interrumpiéndose sobre la cama de la que tenía que despedirme antes de que la hermosa mujer de blanco recogiese los restos de las fotos que rompió el sueño de estar muerto. En ambos lados de la ventana, las formas recuperaban sus límites, y yo la sangre de elegir mi fotografía apropiada sin romperla.

Puse un pie en la alfombra y comprobé que estaba equivocadamente fría. Los dedos se encogieron y mientras el otro pie iba de camino, me trajeron una reflexión de la misma temperatura: entre un “adiós” y el momento en que se piensa, cabe una eternidad. Por otro lado, estos adioses y estas reflexiones siempre serían polos necesarios para zanjar cualquier situación, para poder darle una nueva forma, para transformar definitivamente esa eternidad oscura, en tiempo vulgar y corriente. Al fin llegó el otro pie a la cálida alfombra sin pensamientos.

Una vez sentado, insistí en recordar el sueño pero se deshacía. Unas imágenes, tan claras instantes atrás, desaparecían dejándome ahí sentado sin pudor alguno, con la cara apretada del esfuerzo de pensar sin éxito, sin sueño. Me dominaban estas paredes enfermas atrapándome a la espera de un diagnóstico negativo con la esperanza del alta, para huir de esta cama que no me dejaba hacer nada con sencillez, y alcanzar así un día otra más hermética, que no contendría mi presencia, sólo un cuerpo, y que delataría mi ausencia gracias a un lejano retrato. Entre cama y cama, quedaba una eternidad, eso sí.

Más allá de algunas sensaciones, sobre una cama nunca obtuve nada de auténtico provecho, así que tenía que escapar definitivamente. Sentado como un harapo descuidado, traté de superar lo que para otros eran simples movimientos instintivos que servían para erguir una figura arrogante mientras el lecho rendía pleitesía a los pies. Maldije lo que fuera que me robó voluntad. Después de haber descargado cierto agobio me levanté con naturalidad. Ya quedaba menos para dejar este espacio reducido y sucio donde tantas veces me sentía atrapado entre pesadillas y tiempos en blanco, aunque no esté seguro de si ésta fue la única vez.

Acto seguido a la inercia, vestí los pies con unos calcetines siameses que protegerían las plantas que iban a pisar el resto de mis días. No tenía fuerzas para disimular lo que deseaba hacer en estos momentos. Fui hacia el cadalso a esperar un dictamen repentino o una revelación mística, pero harto de que se hiciese de noche una y otra vez, salí de casa para comprobar el número que colgaba de la puerta que diese una pista sobre mi paradero. Si tenía un número colgado, el alta se diagnosticaría con mayor rapidez y dejaría de esconderme, pero eso no sucedió todavía. Me propuse buscarlo de inmediato, así que, sólo tenía que encontrar el número que limitara la enfermedad o el sueño, y me alejase de esta salud débil de pesadillas.

Al abandonar la cama, tras inciertas horas sobre ella, se desestabilizó el equilibrio. Puse la cabeza bajo el grifo para encontrar un atisbo de claridad. Confundía los mareos con sueños, con realidad, dando rodeos entre fotos y puertas, hasta que el cerebro se agotaba y caían el resto de los órganos.

Todo empeoraba en el momento de iniciar el movimiento. Al tratar de despejarme de este macabro presente que me acorralaba, comenzaban los pequeños escozores alineados en brazos y piernas de distintos insectos a los que salvé la vida a través de transfusiones inconscientes, mientras ellos, con disciplina militar, desfilaban bajo mis pesadillas. Una vez alimentados, unos perecían, otros huían, y el resto se sentían satisfechos y repetían, dejándome la piel como un cosmos irritado y palpitante, lleno de heridas infectadas. Las manos, tras su paso por toda infección, deshacían el dolor, mientras las costras aumentaban. Ciertamente, no había nada que sobreviviese al paso de las manos humanas.

Todos los cambios significaban nuevos comienzos, pero esta vez, permanecí oculto demasiado tiempo, y resultó más elaborado encontrar una vía que encarrilase mi tiempo, que se mecía en un tiovivo disperso, sin ataduras. Olvidé la voluntad de mi propio comienzo, ignorando cuáles eran los motivos que me trajeron hasta esta posición, y para qué.

Miré al techo, que no era el de casa sino el del rellano de la escalera, buscando una razón, como el que reza a dios desde la tierra y sólo molesta al vecino de arriba. La puerta no tenía número alguno, únicamente una mirilla que escondía mi vivienda. Procuraba un número que diera un inicio al destino, como los enfermos de la ciento dos cuando saben qué padecen, y cuántos días les restan.

Una vez dentro de casa aspiré sintiéndome pesadamente responsable, apenas dos pasos adelante del sueño, sin culpables a la vista y convirtiendo, a modo de alquimista, la tranquilidad en una angustia a la que me estaba acostumbrando segundo a segundo. Así, era muy complicado reunir un uniforme, pero en esta ocasión, las ropas se vistieron en mi cuerpo mostrando una delgadez famélica al mundo. Cogí las llaves y un manojo de dinero arrugado antes de comprobar a qué día de la semana pertenecíamos hoy. Atravesé el pasillo, que tenía su recorrido habitual, y nada me impidió salir. Cerré la puerta con llave, posado sobre el felpudo, que afortunadamente no me absorbió. Di un salto a salvo y vi que la puerta seguía sin su respuesta.

Comencé a bajar las escaleras de una en una, cuando una vocecilla salida de las entrañas de los escalones me advirtió que los días seis eran buenos para los comienzos pero que los finales no eran cosa de los días sino de las noches. Me perdía continuamente entre un seguido de ramificaciones discursivas, musitadas como un secreto en el cajón, con este estado de ánimo convertido en Estado de Sitio donde me apretaba una afección que ni tan sólo permitía que me alejase de mi morada, dejando atrás estas escaleras interminables. Avanzaba a paso de procesión cristiana. Me detuve a mirar por la ventana y respiré apasionadamente triste, antes de espetarles con la voz: “¡¿Será que en la noche crónica, no hay sol de días seis?! Las gentes diminutas que asomaban por la ventana entre una penumbra de multitud atómica alegre, sobrevivían a sus “sobre dosis” de besos a ciegas, escondiéndose en Dios, mientras otros rememoraban tiempos pasados, quizás no tan pasados, lo que demostraba que estaban neutros, a solas con sus ayeres. Cerré la ventana esperando que esas observaciones no fuesen una esquizofrenia común venida del patio de luz.

-¿Cómo dices? –preguntó una voz. Conocía a ese viejo barbudo y mermado que siempre vestía con el mismo abrigo y guantes. Siempre supuse que era uno de los vecinos de arriba, dado que nunca le vi abrir la cerradura de su casa. De repente, postrado frente una extraña puerta, distinta a todas las demás, introdujo su mano en el bolsillo del abrigo, sacó unas llaves, fregó las suelas sobre el felpudo, y asomó un umbral al final del rellano mientras yo, completamente perplejo, me alejaba de la ventana aproximándome a él poseso por una fuerza ajena. Cuando estuve a su altura le dije “no se preocupe”, y comencé a correr escaleras abajo.

Salté escalones a toda prisa, impulsándome en la barandilla, mirando al suelo para no caerme, mientras todo parecía cambiar de sitio. Salté rellano tras rellano hasta que finalmente me detuve en medio del espiral de pisos, sin haber conseguido llegar al portal principal. No había avanzado apenas nada. Me asomé por el hueco de la escalera y la vista se perdió entre la multitud de pisos que no se habían bajado. El rellano donde me detuve no tenía nombre. Apoyé mis manos sobre las rodillas para tomar aliento. Al levantarme todo se movía conmigo excepto yo. Me asomé de nuevo por el hueco y comprobé que el piso de arriba y el de abajo tampoco tenían nombre. De las puertas colgaban unos números aleatorios para mi entender. Ninguna lógica aparente y una pregunta asfixiante, ¿ cuántos rellanos estaba dispuesto a bajar antes de rendirme o volverme loco?

Apareció ante mis ojos una puerta con su propio número, con la indicación que la determina. Tenía mi alfombrilla a sus pies, a los pies de mi casa. Di dos pasos atrás hasta apoyar mi mano sobre la baranda, y retrocedí del estupor que me preguntaba en voz alta y ajustada si me había movido en algún momento de la entrada de casa. La miré fijamente, mientras mi respiración entraba y salía por la boca a regañadientes, casi con dificultad y cansancio. La mano me ardió en esa barandilla incandescente. Observé el rellano desde lo alto de la altura y el fondo se distinguía con un naranja de ascuas volcánicas que provocó un calor repentino insoportable. Me sumergí en una especie de infierno ante la revelación de la puerta que me indicaba el lugar de estancia. Mi frente comenzó a sudar. El cuello de mi camiseta ya estaba dado de sí y no conseguía más oxígeno de él.

Un ruido agudo y punzante rompió esa ansiedad en la que estaba concentrado. El eco de unos ladridos movió el rellano del edificio de abajo a arriba, y perdí el equilibrio. Caí al suelo como unas manecillas de reloj absortas de su tiempo.

Cuando desperté, hice el ademán de levantarme como lo haría cualquiera que está en la cama, pero varias sombras me lo impidieron. Estaba rodeado. Apenas pude abrir los ojos que dejaron salir una vista entelada. Abrí levemente la boca para preguntar cuál era el número de la puerta, pero un ramillete de voces unísonas vestidas con batas blancas me respondieron que descansara. Pensé en si tal vez había muerto pero abandoné dicha suposición porque no creía que los muertos se hicieran esa pregunta. Dejé la mente a solas con su oscuridad.

parte ii


No recordaba el momento exacto en que había recuperado el conocimiento, o más bien, en qué momento el conocimiento me había recuperado a mí. Tampoco recordaba cuándo lo había perdido. Recordé la fugaz sensación de dudar si continuaba con vida, pero a menudo sentía ambigüedades de ese tipo. Todo lo que sucedía alrededor se asemejaba a un pasado o futuro palpable, percibía una extraña sensación de ausencia circular.

Ahora esas gentes que me rodeaban con sus ojos atentos a lo que una voz indicaba, permanecían de pie, impasibles, con los rostros fruncidos de atención, como si me estuviesen memorizando. Así se debería de sentir un extraterrestre capturado voluntariamente, sólo que mi voluntad había olvidado la captura. Persistía un dolor de cabeza, hábito poco frecuente entre mis enfermedades.

Giré el cuello que chirrió igual que unos palitos secos. Recordé un sonido lejano, el de las ramas secas que yacían en los cementerios. De pequeño saltaba sobre ellas componiendo melodías funestas, hasta que algún familiar extraño me cogía violentamente del brazo ordenándome un “¡estate quieto, niño! Mi abuela siempre salía en mi defensa y le respondía “¡deja jugar al niño, coño, que de gente quieta y callada ya estamos rodeados!” Yo no entendía muy bien lo que le quería decir, y entre avergonzado y arrogante, dibujaba unos círculos de hojarasca con la punta del pie, mientras mantenía mis manos educadas en los bolsillos.

Mi familia siempre se quedaba largo rato respirando frente a los nichos. A mí me resultaba muy gracioso ver las fotos de la gente que rodeaba a mi abuelo. No le había conocido, murió antes de yo nacer, así que él tampoco me había conocido a mí, aunque yo estaba seguro de que sí. Entonces me acercaba a sus vecinos, todos a rebosar de flores vivas, y les preguntaba que cómo era mi abuelo, si era simpático, si hacía muchas bromas, si se peleaba mucho con otros muertos, si quería a mi abuela. Ella, que me escuchaba, misteriosamente para mí, se acercaba llorando y me decía en voz muy baja mientras me abrazaba, “vamos, al abuelo no le gusta que chismorreen delante de él, se va a enfadar”, y volvíamos camino a la entrada. Yo comenzaba a saltar de nuevo porque estaba contento pero hacia la salida nunca nadie me dijo nada.

Giré el cuello hacia el otro lado, pero esta vez el ruido fue diferente y no me trajo ningún recuerdo. Sin embargo, vi a mi abuela tumbada en la cama de al lado, medio sentada, con las gafas haciendo equilibrio sobre la punta de su nariz, y con una pluma. Me preguntó si le podía ir a comprar papel de carta para escribirle al abuelo porque no podía ir a verlo al cementerio. Sonreí e hice el gesto oportuno con los brazos para apoyarme en la cama y levantarme, con la intención de ir al estanco más cercano y comprar lo que me había pedido. El ramo de batas blancas que me custodiaba empezó a moverse como hormigas desorientadas en la inmensidad de un metro cuadrado. Resultó muy ridículo verlos ahí perdidos en esta pequeña habitación doble de hospital, con esos uniformes pornográficos. Me inyectaron una dosis letal para mi conciencia y dormí durante tanto tiempo que cuando desperté, mi abuela ya no estaba. En su lugar, se enfermaba una señorita rubia que no superaba la mayoría de edad. Le pregunté si cuando ella iba al cementerio, trataba de sonsacar información a los otros muertos, pero a su familia le indignó esa pregunta y corrieron la cortina. Quedé aislado en mi mitad de habitación sin alguien que me rodeara. Estaba completamente solo tras el murmullo. Con nadie.

Me puse a pensar en ella, y como la congoja no tenía salida, no pude concluir otra cosa que, sencillamente, había situaciones que se sucedían, sin más explicación, y menos en esta cama de sábanas rancias. La imaginaba jugando con una cometa al vaivén del viento, rodeados de enemigos crueles y sanguinarios que nos observaban; a ella cómo jugaba, y a mí, el modo en que la observaba, ambos cómplices del mismo juego. De repente, brotaban nubes negras que lo dispersaban todo. Entonces, ella se alejaba corriendo con su cometa dejándome entre ráfagas de viento. Tras la tempestad, no quedaba nadie, tampoco enemigo alguno sobre el lodo. Una especie de raíz surgía del fango como una flor de la que tiraba y tiraba con fuerza, pero resistía con una solidez profunda. Agotado y de rodillas comencé a verlo todo con claridad, pese a que aquella lluvia no la anunció nadie. Alguien preguntó entreabriendo la puerta, “¿se puede?”.

Pregunté a mi compañera teatral de habitación, que en estos momentos nadie la acompañaba, si le importaba dejarnos a solas. Estaba seguro de que ella también fingía. Se marchó a pasear acompañada de su suero. Suspiré, acto previo de conversaciones quietas, de idiomas distintos, parangón de dos mudos que se gritan o borrachos que vomitan. Supe que éste sería el último momento que compartiríamos. Se marchó sin despedirse ni desearme buena salud, y la señorita entró al poco tiempo acompañada de sus visitas que tanto la aburrían.

Ella se hacía la dormida como si los medicamentos le hiciesen reacción, y de vez en cuando se giraba hacia mi lado y me guiñaba un ojo. Yo sonreía y cambiaba el canal de la televisión sin monedas cada vez que alguien le comenzaba a prestar atención. Entonces la señorita no podía contenerse y reía entre bostezos de recién despierta.

La enfermera me informó que pronto me darían los resultados de las pruebas que no recordaba me hubieran hecho, y dejaría de estar en observación. No aclaró si me trasladarían y supuse que me darían el alta, en cualquier caso, me dejó confuso con todo ese lenguaje críptico utilizado, con una pérfida sonrisa de sentencia a muerte. Decidí pasar este lapso de tiempo hasta que abandonara este lugar sin pensar, ni recordar nada, así que los días pasarían desapercibidos entre sí.

La señorita indicó que ya podía marcharme según le habían comunicado en mi ausencia. En esta habitación con respuesta, todo era muy extraño: las visitas, los médicos, los recuerdos, los olvidos, todo. Antes de irme le pregunté a esa belleza por qué no soportaba los familiares, y me explicó en secreto que estaba harta de un padre senil que contaba repetidas veces la misma historia del “lumpen” sin haber asumido verdaderamente su condición; y de una madre encorsetada en una tristeza que la obligó a sentarse llorando un secreto que jamás reveló. La pregunta cínica se convirtió en una confesión vehemente. Nos despedimos con un amable apretón de manos. Le dije que nos volveríamos a ver y asintió. Antes de salir, volví la mirada hacia ella. Permanecía sentada en la cama, con la almohada entre los brazos arqueados, meciéndola con ternura.

Unas incómodas ganas de ir al baño mantuvieron mi atención desorientada cuando los pasos se toparon con unos inesperados tabiques. El olor a humedad que destilaba este lugar vacío me hizo pensar en si me habían desvalijado la casa, o si me habían secuestrado, o simplemente, que no era este mi refugio habitual. El espacio se había expandido notablemente y a las paredes las separaba más distancia entre sí. Era evidente que era la primera vez que pisaba este lugar. Alguien me trajo hasta aquí y el cansancio no permitió más indagaciones.

Me senté en un sofá, algo aturdido y tembloroso, con las manos incoloras como en los sueños. Quizás, este momento era uno de ellos, y al no sentir miedo, descarté vivir en una pesadilla. Una mano gigante comenzó a acariciarme el pelo desde atrás del sofá, y poco a poco mi cabeza iba calentándose. Empezó a quemarme seriamente, hasta que desperté golpeándome la cabeza para apagar el sueño, o lo que se convirtió en una pesadilla.

Hacía varios días que amanecía en esta bazofia de pensión, con varias heridas esparcidas por todo el cuerpo, con algún cardenal en las piernas, o golpes en la cabeza. Nimiedades a las que estaba empezando a acostumbrarme. Entonces decidí comenzar a transcribir mis titubeos, así, mientras los pensamientos se apaciguaban, evitaba dormir para bien o para mal.

“Supuestamente, escribo desde casa, pero no es del todo cierto. Sólo lo hago desde el recuerdo, con la imaginación puesta en la potencia de una verdad que vaga en la mansedumbre del presente. Es una noche de insomnio tan átona como las que olvido, como las que confundo. Una noche de pensarme en el silencio de todo lo que nos separa. Pronto, la distancia se abreviará, y el arrullo de percepciones tónicas me elevarán a la verdad, dure lo que dure. Sólo es una noche como todas en las que la pienso.”

Dedicaba el tiempo a unas anotaciones sin pretensión alguna, más allá de mantenerme ocupado mentalmente. Mientras escupía todos esos pensamientos sobre el papel, mi cabeza no se mareaba, pero el agotamiento fue creciendo, y el cansancio se disputaba su vigilia con el sueño, que se hacía necesario pero me aterraba. Cada vez dormía menos por miedo a despertar lastimado. Así pasé un tiempo indeterminado como escribiente, más concentrado en no caer rendido que en la propia labor de cuidar unas letras bien dispuestas.

Comencé a tener pavor de no despertar, de perecer en alguna pesadilla, y mi cautela fue mantenerme alejado del sueño, aguantando la aguerrida lucha doméstica contra él. Antes de caer vencido, cuando mi cabeza ya se tambaleaba, me dirigía mal herido al baño para refrescarme la sien y la nuca. Después volvía al campo de batalla. Durante la lucha, el miedo se ausentaba, pero sabía que era una pelea que no podía postergarse para siempre. Entonces el desgaste trajo la última batalla y su tratado.

Me dormí sin antes haber memorizado una parcela del paisaje, y sin formular siquiera un último pensamiento. Simplemente, desaparecí de la conciencia hundiéndome en una pesadilla común. Mi percepción temporal estaba completamente defectuosa y no pude averiguar cuánto tiempo duró todo esto. Lo cierto es que perdí algo de peso y gané algo de humor o fuerzas en este campo de ruinas y sangre. Tal vez todavía estaba soñando, o quizás así de onírica era la realidad. Intenté recordar algo. Mi figura junto con la de una mujer ardiendo que desprendía unas cenizas. Éstas se introducían dentro de un reloj de arena que no avanzaba. Trataba de poner frente a mis ojos todas estas imágenes para analizarlas y desnudarlas, pero sin letras ni sudor. Cierto era que las percepciones no eran las habituales y costó sueño y kilos aceptarlas, aunque resultó tan simple como dejarse dormir.

Alguien tocó el timbre. Al abrir la puerta un ruido se alejaba en su huida. En una broma ingenua, la calma descendió un piso y me guiñó un ojo acompañando el gesto con la cabeza que indicaba que la siguiera. Obedecí y bajé los dieciséis escalones que nos separaban. Permanecí tranquilo durante un rato. Ella quería sacarme de aquel lugar. Miré al suelo y mi sombra había desaparecido. Hice algunos movimientos con los brazos como para recuperarla, pero la luz se apagó. Únicamente se escuchaba una respiración alterada, cuando de repente, sonó un timbre dieciséis escaleras arriba. Fui a encender la luz, pero no funcionaba. Di con el dedo índice en repetidas ocasiones, luego con la palma de la mano y después con el puño cerrado. El interruptor cayó hecho pedazos, y de nuevo, se escuchaba esa respiración alterada. Desperté. Todo había sido un sueño. Traté de buscar su inicio, pero me daba la sensación que todos los sueños comenzaban igual: conmigo, tratando de adivinar cuál era el inicio del sueño. Definitivamente, los principios que marcaban un punto entre un estado y otro simplemente eran inescrutables.

Me fui acostumbrando poco a poco, pese a que algo me impulsaba salir y mantener contacto con el exterior, aunque no quería implicarme con la gente. Te juzgaban, opinaban sobre ti, te discutían, te ponían en duda. Unos le llamaban a eso “relacionarse”. Partían con la verdad como posesión, con las soluciones preparadas para los conflictos de los demás, y un diagnóstico humillante bajo el que podían no creerse nada en absoluto. No quería mezclarme con gente que no sufriera de un modo u otro, me parecía una falta de respeto a la conciencia. Encerrado, me sentía a salvo de todo eso, pero debía existir un impulso social que me abría la persiana para ver qué sucedía en ese hormigueo monótono de acera metropolitana. No podía escapar de los incómodos sueños y eso ya significaba un “particular” contacto con el exterior. Renuncié a salir, en realidad, porque no sabía qué podía hacer ahí fuera, entre humanos preocupados de su prestigio social, aunque esta dispersión mental tampoco fuese demasiado saludable.

Había erosionado mi pasado, los recuerdos ya no me conmovían, y sin embargo, me sentía más perdido que nunca. Reconocía mis años de resignación aunque ahora todo ese tiempo no me importase lo más mínimo. Una vez a solas, toda la realidad había cambiado. Perdí el miedo a no despertar aceptando las pesadillas como parte real de mi vida, desconocía la fuente de conspiración que pretendía la desconfianza, la duda, el temor y la distancia del “todo dinámico”

El lugar era oscuro y húmedo, así que decidí asomarme por la ventana. La persiana estaba subida y a través del hueco desnudo que dejó, podía oírse los ruegos de la estación que no quería entrar. El sol de invierno contra el frío de verano, el tiempo se expandía, se mezclaba, y no me ayudó a detener el torbellino en el que me había imbuido. Me tumbé, una vez hube descartado que el tiempo, bucólico, me trajese algún olor definido que me vistiera para la ocasión. Ahí, de repente, comencé a pensar en lo que podía suceder. Por fin una cama me daba un pensamiento excedente. Tumbado en este camastro para dos pero sin dos, con su mano posada en mi hombro, sin advertencia; con su cabeza en mi estómago reposando y vigilando el techo del cielo para que no nos cayera encima; su índice inquieto en mi espalda dibujando las mejores caricias; un beso de buenas noches pero hasta mañana; y un sueño fugaz, un maldito sueño que fuese capaz de no cortarme la respiración, y que terminase por sí mismo. Esta colección de nostalgias no tenía vida alguna, tal vez, yo tampoco, pero este trasiego no debería contaminarse con otras especulaciones. Mi penitencia era servidumbre de alguna verdad, sólo tenía que escuchar el traspié que la anunciaría, una alarma sobria que me revelaría el significado de este tiempo ignominioso.

Mientras los días pasaban de largo, las noches se detenían a retorcerme. Un naufragio, galopes en el fondo del mar, gente que nadaba en la superficie jugando con sus flotadores de tiburón asesino. Me faltaba la respiración y comenzaba a tragar agua. A veces, cuando conseguía hacerle frente al sueño, esa agua que tragaba se convertía en un manantial de alivio y bebía con avidez.

Desde lo profundo de mi desengaño, me distancié de toda responsabilidad humana, de todo movimiento social, en definitiva, de toda ética. Me abandoné como un devoto del encierro, en una huida interior, sufriendo el calvario de una somnolencia crónica que buscaba la paz de una guerra acabada. Me conformaba con menos malestar y con las décimas de alegría que caían del cielo y sobrevivían a la altura, y a mí.

La persiana estaba bajada; yo harto de analizar continuamente cualquier movimiento, y de no saber responder en qué momentos manipulaba mis sentidos. Ellos no obedecían más que a los accidentes posteriores. Mientras intentaba mantener un orden, el caos se apropiaba de los actos. Comencé a lanzar todo tipo de objetos crispados que me rodeaban hasta que no quedó ninguno. El techo despertó de su pesadilla rasguñado, y partículas de endorfinas se liberaron por toda la habitación. Abrí de nuevo la persiana, agarré los deshechos del suelo y los lancé por la ventana contra esa estación penitente. Acababa de inventar una pesadilla que despertó exhausta de su propio sueño.

Al anochecer, golpearon la puerta. Abrí, y una mujer vestida de maga de la salud me saludó y confirmó mi nombre. Alguien discó alarmado por los ruidos y gritos, según me informó. Yo me peiné con las manos, y estiré la camiseta hacia abajo para espantar a las arrugas. No tenía aspecto de estar aparentemente muriendo. Eso me tranquilizó.

Sin evidencia alguna, se presentó la doctora en el umbral de mi refugio. La invité a pasar y tomar asiento. Pedí disculpas por el desorden y los destrozos que tuvimos que sortear hasta llegar al sofá pero me dijo que estaba todo perfecto. Comenzó por incomodarme con preguntas personales que luego utilizaría comparativamente con unos cuadros de diagnósticos estándar para concretar los síntomas que yo fuese capaz de confesarle. Realizaba el mismo papel que los curas en el confesionario para que yo fuese expiado, con la diferencia que ella tenía que luchar por ocultar su atractivo.

Fui contando mis pecados que se resumían en el miedo sobrecogedor que me impedía, principalmente, conciliar el sueño con naturalidad. Después de caer abatido, transcurría un tiempo y despertaba con aceleradas palpitaciones y escalofríos. La boca amanecía completamente seca, y tragar saliva era como tragar una corona de espinas. Le expliqué que ignoraba el origen de este temor al sueño que me mareaba y despertaba irascible frente a todo lo que me iba enfrentando de la realidad, sin poder mantener el control. Me daban impulsos de huir, de escapar, desconociendo hacia dónde y para qué, y cuanto intentaba hallar una respuesta comenzaba a perder lentamente el conocimiento. No soportaba esta realidad o punto de vista desde donde ya no podía obedecer a ciertos esquemas racionales. La razón no me aportaba respuesta alguna, y únicamente algún instinto repentino o intuición me alentaban a actuar en este accidentado entorno. Entonces, únicamente deseaba de dejar de sufrir, y la lógica lo conllevaba a dejar de existir, por lo que no podía pedirle explicaciones a la razón. Lo más curioso de todo era que entendía el miedo a dormir como un miedo camuflado a morir. Este era un sentimiento inútil, pero cierto.

Ella me trató como si hubiese perdido algo concreto, como si sufriese una carencia, y trató de animarme de un modo analgésico que no funcionó. Me quería convencer de que las sensaciones que me aterraban no eran peligrosas, y que esas desagradables pesadillas no irían a peor, y que me preocupase por cómo me sentía en este instante, sin angustiarme en la inmediatez del sueño que se avecindaba, y que aceptase los miedos sin luchar contra ellos, que pronto desaparecerían sin darme cuenta, y que de repente me sentiría satisfecho y relajado, y que ahí era donde comenzaba realmente mi recuperación definitiva. Me insistía en que no tuviese prisa, y que palabras, palabras, palobras, lopabras, pabrolas, lo brapas, pabralos, las prabo,...y se despidió.

Así que de esta manera iban a desaparecer mis náuseas, ahogos, sofocos, escalofríos, inquietudes, pesadillas, temores, sudores, palpitaciones y hormigueos. Dado que no me apetecía añadir a todo esto los efectos secundarios de las medicaciones del intelecto, guardé las drogas en un cajón que estaba tirado en el suelo. Bastante tenía ya con el comportamiento compulsivo como para anestesiarme y luego correr aguantando diarreas. No pude confiar en ella. De hecho, era incapaz de confiar en nadie, pero el confesionario de urgencias no se dio cuenta. Creo que pensó que estaba deprimido o similares. Me sentí peor que antes. En un papel escribió la receta de un “padre nuestro” cada ocho horas, y dos “ave maría” después de las comidas, y mi moral permanecería intacta. Pensé en la cantidad de gente que rezaban a estos médicos de dios y se me abrió el apetito. Dado que la razón no la alivió, fue el hambre el desencadenante de mis ataduras, y conseguí marcharme de este lugar.