miércoles, 8 de diciembre de 2010

...trozos de mis recuerdos



[...] No recordaba el momento exacto en que había recuperado el conocimiento, o más bien, en qué momento el conocimiento me había recuperado a mí. Tampoco recordaba cuándo lo había perdido. Recordé la fugaz sensación de dudar si continuaba con vida, pero a menudo sentía ambigüedades de ese tipo. Todo lo que sucedía alrededor se asemejaba a un pasado o futuro palpable, percibía una extraña sensación de ausencia circular.

Ahora esas gentes que me rodeaban con sus ojos atentos a lo que una voz indicaba, permanecían de pie, impasibles, con los rostros fruncidos de atención, como si me estuviesen memorizando. Así se debería de sentir un extraterrestre capturado voluntariamente, sólo que mi voluntad había olvidado la captura. Persistía un dolor de cabeza, hábito poco frecuente entre mis enfermedades.

Giré el cuello que chirrió igual que unos palitos secos. Recordé un sonido lejano, el de las ramas secas que yacían en los cementerios. De pequeño saltaba sobre ellas componiendo melodías funestas, hasta que algún familiar extraño me cogía violentamente del brazo ordenándome un “¡estate quieto, niño!" Mi abuela siempre salía en mi defensa y le respondía “¡deja jugar al niño, coño, que de gente quieta y callada ya estamos rodeados!” Yo no entendía muy bien lo que le quería decir, y entre avergonzado y arrogante, dibujaba unos círculos de hojarasca con la punta del pie, mientras mantenía mis manos educadas en los bolsillos.

Mi familia siempre se quedaba largo rato respirando frente a los nichos. A mí me resultaba muy gracioso ver las fotos de la gente que rodeaba a mi abuelo. No le había conocido, murió antes de yo nacer, así que él tampoco me había conocido a mí, aunque yo estaba seguro de que sí. Entonces me acercaba a sus vecinos, todos a rebosar de flores vivas, y les preguntaba que cómo era mi abuelo, si era simpático, si hacía muchas bromas, si se peleaba mucho con otros muertos, si quería a mi abuela. Ella, que me escuchaba, misteriosamente para mí, se acercaba llorando y me decía en voz muy baja mientras me abrazaba, “vamos, al abuelo no le gusta que chismorreen delante de él, se va a enfadar”, y volvíamos camino a la entrada. Yo comenzaba a saltar de nuevo porque estaba contento pero hacia la salida nunca nadie me dijo nada.

Giré el cuello hacia el otro lado, pero esta vez el ruido fue diferente y no me trajo ningún recuerdo. Sin embargo, vi a mi abuela tumbada en la cama de al lado, medio sentada, con las gafas haciendo equilibrio sobre la punta de su nariz, y con una pluma. Me preguntó si le podía ir a comprar papel de carta para escribirle al abuelo porque no podía ir a verlo al cementerio. Sonreí e hice el gesto oportuno con los brazos para apoyarme en la cama y levantarme, con la intención de ir al estanco más cercano y comprar lo que me había pedido. El ramo de batas blancas que me custodiaba empezó a moverse como hormigas desorientadas en la inmensidad de un metro cuadrado. Resultó muy ridículo verlos ahí perdidos en esta pequeña habitación doble de hospital, con esos uniformes pornográficos. Me inyectaron una dosis letal para mi conciencia y dormí durante tanto tiempo que cuando desperté, mi abuela ya no estaba. En su lugar, se enfermaba una señorita rubia que no superaba la mayoría de edad. Le pregunté si cuando ella iba al cementerio, trataba de sonsacar información a los otros muertos, pero a su familia le indignó esa pregunta y corrieron la cortina. Quedé aislado en mi mitad de habitación sin alguien que me rodeara. Estaba completamente solo tras el murmullo. Con nadie. [...]

[Pestañeo , parte II]

viernes, 26 de noviembre de 2010

por fin en casa

Esa noche, M. C. llegó muy tarde a casa. Anduvo como deshaciendo el mismo camino que con tanta minuciosidad había ido construyendo para su regreso del trabajo a su cama. Porque sabía que lo único que le esperaría en casa a parte del frío de su consciencia era el frío de su cama. Y porque sabía que esta sería su última noche en la ciudad. Siguió titubeando en la puerta del ascensor y subió por las escaleras. Abrió la puerta de su casa, se dirigió al baño, se miró al espejo y se preguntó: ¿por qué he llegado hasta aquí? Desde la omniscencia no se puede asegurar si realmente se hacía esa pregunta con una intención profunda, o si simplemente estaba tratando de dar significado a una decisión para la que todavía no había encontrado respuestas. 

A M.C. le gustaba perfumarse al llegar a casa. Abrió el segundo cajón del mueble del cuarto de baño, cogió la pistola y se llevó el cañón a la cabeza con el mismo gesto que noches anteriores se apuntaba con el perfume. Entre el frío de su consciencia y el frío del arma sintió como si una serpiente recorriese toda su columna hasta introducierse en la pistola. En ese momento tuvo miedo. Sabía que estaba cargada. Sin embargo no había ningún indicio de desesperación,  impaciencia o arrepentimiento. Sólo seguía preguntándose frente al espejo ¿por qué? Apagó la luz y notó una voz cálida en su mente que provenía del espejo advirtiéndole: "¿Acaso eres tú este reflejo?" Como no supo qué responder, cerró los ojos, y de la misma manera que otras noches conducía el difusor del perfume hacia la sien y sentía un escalofrío que le indicaba que el día había terminado, esa noche apretó el gatillo de  la pistola y no sintió nada.

lunes, 22 de noviembre de 2010

poema de un loco a secas

¿Alguien puede oirme?
Dicen que estoy loco y quería remediar eso, pero
¿Hay alguien ahí que me pueda oir?
¿A quién le explico yo todo mi tormento?
¿Ya no queda nadie que sepa escuchar?
Ni siquiera necesito cobijo,
sólo un corazón valiente que sea capaz de entender,
de esos añicos que laten enteros,
que no hacen preguntas ni rinden pleitesía a sus coartadas.

...No, a tí no te necesito ahora,
y a tí ya te lo expliqué hace tiempo y sin embargo
me internaste en esa cárcel de carne y hueso,
podrida y roída solo tuve que dejar pasar el tiempo,
y eso es lo único que pido que no tengas en cuenta,
pero primero necesito que me escuches
y que puedas hacerlo ya no estoy tan seguro
en cambio, te necesito para que me compadezcas
como no lo supiste hacer nunca.

No me humilles más y escucha, no te vayas
porque tu espalda no tiene oidos
y aunque tu cara no tenga ojos, no los necesito
con tu corazón me basta.
Pero las dimensiones de tu ego no las soporto
no dejas de pensar que fue culpa tuya
porque no podrías soportar la indiferencia,
la misma que me está matando aquí pero mañana,
la misma que te advierte que no eres ni serás capaz
de pedir perdón aunque no te falte la razón.

Ah! Ahora sí que me prestáis atención
pero he tenido que aguantar vuestras risas como si hablase a solas
y ahora resulta que estáis dispuestos a darme de vuestro tiempo
y eso sin reconocer que vuestro tiempo no vale nada
no vale absolutamente para nada más que para justificar mi salud
y ni siquiera os estoy utilizando,
pido a coces que me escuchéis porque quieren volver a meterme dentro de mí.
Eso no pienso tolerarlo,
a ese otro si que no lo pienso escuchar
aunque me grite y aunque me suplique haré como vosotros,
haré que escucho, le complaceré pero no pienso seguirle a ningún lugar.

Y si grita ¿alguien puede oirme?
y me intenta convencer de que no está loco
y que lo único que necesita es ser consciente de que le pueden escuchar
porque, sabéis, no cree que está loco mas sí muerto
y es por eso que se mete dentro mío como si fuese su único refugio
pidiendo a gritos que le escuche... pues de lo contrario no late,
pero yo... yo ya no puedo más.
¿Sabéis? ahora que no me oye nadie, voy a acabar con él.


domingo, 10 de octubre de 2010

...trozos de mis ojos

[...Inspirando me sentía en Eolia convertido en Dios del Viento, soplando por encima de todo. La ciudad que tanto ahogaba, se condensaba en un ácaro desde esta cima, y anochecía invisible. Soplaba nuevos aires al respirar sin memoria, como un niño, completando el círculo que une a viejos con infantes, cumpliendo con la vuelta hacia la eternidad tras esta interrupción que es la vida. Espirando armónicamente todo me pertenecía, el firmamento entero contrarrestaba el murmullo baladí de las nuevas ciudades. Sólo tenía que respirar profundamente y descontaminarme de la coraza residual de la cultura. ....]

Pestañeo (parte iv)

sábado, 11 de septiembre de 2010

la cárcel extraña


En la frontera invisible que separa la vigilia del sueño, fue donde quedó atrapado, cumpliendo una condena de nueve meses y un día. Una atracción inexplicable le llevó hasta ahí y durante ese tiempo no consiguió realizar pensamiento alguno. Estaba como paralizado, amnésico, poseído por una oscuridad cósmica que le impedía reaccionar, manteniéndose en una sensación flotante, incorpórea. Como en un desierto sin luz, ni vista; sin hambre ni boca; sin razón pero con cerebro. No conseguía entender nada de ese estado vegetativo al que de repente había sido conducido por una especie de fuerza gravitatoria. Era como si hubiese pasado de la verdad al desconocimiento en una fracción ínfima de tiempo, para quedarse atrapado en esa frontera invisible que separa la vigilia del sueño.

Nada tenía que hacer para comer, y sin embargo, no era la oscuridad de la muerte lo que le rodeaba. Ni la oscuridad de la noche, no, era una oscuridad nueva, desconocida. Y la sensación que le recorría a medida que pasaba el tiempo del que no era consciente, era como si lo estuviese olvidando todo. Como si volviese de un lugar lejano al que jamás volvería, y del cual ya nada importaba. En vano eran todos los intentos de tratar de recordar qué le había llevado hasta ahí, y por qué; del mismo modo que en vano son los intentos de permanecer en la frontera del sueño y la vigilia. Sin embargo, no tenía que ver con la muerte. Sentía su corazón latir, su hambre saciada, y su respiración oxigenada.

Intentaba recordar cómo era posible haber llegado hasta ahí, y sin embargo no podía recordar en qué había fallado, qué hizo mal para terminar ahí encerrado, moribundo, apenas móvil y con las extremidades como atrofiadas.

No había nada en su cabeza, tan solo oscuridad, una especie de vacío infinito que le mantenía bloqueado, aunque de algún modo se sentía vivo. No sentía la percepción del tiempo, desconocía cuánto le quedaba de estar ahí, y cuanto llevaba. Ni recordaba cómo había llegado ni sabía por qué. Fueron pasando los días y las noches sin diferenciarse los unos de los otros. Tan solo la oscuridad era lo que le rodeaba en todos los sentidos.

Un día o una noche, en cierto momento, sintió que algo se movía a su alrededor, una fuerza centrífuga lo volvía a poseer nueve meses después y para cuando quiso darse cuenta, era demasiado tarde: acababa de nacer.

viernes, 10 de septiembre de 2010

PESTAÑEO

Relato mental en cinco partes.

parte i


Los párpados hicieron un único movimiento descendente manteniendo los ojos cerrados. Fue entonces cuando, empujado por la sensación que corría estos días al acercarme a ella, la distancia me dio cuentas de algo. Estaba construyendo mi propia despedida, así que, anuncié a los pensamientos el drama de la próxima escena.

Rodeado de melancolía, miré por el tragaluz en busca de un respiro que aliviase la inquietud del estómago. Me sentía ajeno a todos nuestros instantes. Sabía que formularse preguntas de inmediata respuesta era tomarse un analgésico. Quería encontrar los matices, y no permitir que los futuros ausentes impusieran las respuestas, recordaran los desatinos y tropiezos, y mucho menos juzgaran mis sentimientos como si fuesen suyos, sin importarles lo más mínimo. Esta vida no se iba a vivir ajena a mí. Necesitaba distancia. Me acerqué al espejo con aires de supersticioso y el espectro me desafió con sus decisiones impropias. Esta vez, el siguiente sería yo.

Una única pregunta rondaba sobre mi cabeza antes de que estos dos sonámbulos del asfalto en detrimento mutuo despertasen: ¿intuiría gesto alguno de las tribulaciones? Quizás, cuanto más cercana fuese la persona, menos capaces de prever el daño al que nos marginábamos seríamos nosotros. Era demasiado pronto como para imaginar dónde irían a parar todas estas sospechas preventivas, pero una ausencia alertó de la inmediatez funesta. No sabía si alegrarme, o todo lo contrario. Mis sentimientos dudaban en este momento un tanto hipócrita.

Mientras intentaba buscarla entre el baile de confusiones, la multitud entorpecía esta danza de destierro. Sabía que no iba a acabar bien porque iba a terminar. Se dispersaron todos excepto nosotros. Descendieron unas primeras lágrimas que asumían los títulos de crédito de esta canción de cuna. Qué distintos fueron los puntos de vista. El mío buscó en el impulso un pedazo de odio que anulase el sufrimiento, fórmula común para no sufrir, pero eran momentos de precaución más que de rencores forzados. ¿Precaución o distancia? Mi distancia buscaba, con su mirada fija en algún punto muerto, algún recuerdo oportuno para poder salir de aquí, pero se distraía especulando con el futuro de este adiós tan atrevido e inesperado. ¿No estaría yo coqueteando con vivir mi propia tragedia? Hacía tiempo que ya estaba borroso, ausente, difuminado, no sentía nada, y necesitaba volver. Inspiré. Tras esta puerta de sala de baile me esperaba el libre destierro. Todavía no sabía qué había de cierto en todo esto. Me despedí como si mis labios no la hubieran besado nunca.

En un intento simple de dirigirme al cuarto de baño, me sumergí en la eternidad del estrecho pasillo. Un súbito rodeo en todas direcciones cedió al observar cómo los pies caminaban sobre la misma baldosa. Los cuadros me rodearon disminuyendo la presencia en esta breve eternidad del corredor que conducía a nuestra muerte definitiva. Tras algunos vaivenes, no me sentía seguro en ninguna de las habitaciones. Un latir invisible me observaba desde todas las esquinas de la casa. Mientras tanto, en esta impaciencia laberíntica, continuaba empequeñeciendo, al tiempo que las paredes me ahogaban la respiración. El sudor se hizo más evidente, y caminar, más arduo que de costumbre. Cerré todas las puertas y me escondí en el pasillo, entre varios cuadros totalmente desconocidos que se apoyaban sobre la pared. Sus dibujos familiares no significaban absolutamente nada, aunque pensé que en los momentos en los que uno disminuía, no se estaba en condiciones como para que unos objetos que servían de refugio significasen más que eso. Las baldosas se expandieron hasta contener toda mi presencia. Los surcos que unían baldosa con baldosa se venían como precipicios inalcanzables así que decidí quedarme quieto, escondido tras esos cuadros, mientras comenzaba a ahogarme en mi propio sudor. Los ojos escocían impidiéndome ver más allá de una baldosa pero continué ahí, en medio de ese desierto de azulejo. El sudor cedió, y el corazón aumentó sus palpitaciones al diferenciar en el horizonte una escalera. Corrí hacia ella mientras seguía disminuyendo, al tiempo que más faltaba el aire cuanto más intentaba respirar. Oí su voz y quise alcanzarla, pero la escalera era demasiado pequeña. Apenas algún eco se deshizo entre mis dedos. Mi espalda se deslizó sobre la pared hasta dejarme caer al suelo. No había nada alrededor, estaba completamente solo. Pensé que no sería tan fácil separarnos cuando de repente, me interrumpió la oscuridad.

Salí a la calle a tirar el dolor desconcertado que arrastraba mi cabeza, como pretexto, aunque realmente quería disfrutar del placer del primer paseo observando sin interrupción los tiempos pausados, sin prisas; gente que corría cultivando sus cuerpos al son del compás que forjaría esa futura salud de hierro, mientras los trotamundos al sol leían la prensa manejando sus ritmos y desequilibrios ajenos a esta actualidad de papel, cambiada por unos cartones de vino en los que siempre pensaba que al día siguiente, también serían mis borracheras quienes le beberían; y el tic tac de las parejas de ancianos que sobrevivían a sus difuntos y a ellos mismos con una sonrisa que se balanceaba entre esa antología de arrugas y respuestas. Un nuevo mundo se vertía sobre mis ojos. Los paseos se rodeaban de multitud de pequeñeces mundanas, pequeñeces que me acorralarían al abandono oscuro del hogar, sin impulso ni fuerza, sin ganas ni deseo, a la suerte de algún indicio de salida, completamente inhibido entre tanta belleza. Me mareé una y otra vez mientras todas estas escenas desaparecían dando paso a nuevas que me acompañaban, a la vez que trataba de arrancar la cabeza del dolor ascendente. Estaba calado de una niebla que se desprendía, que me impedía distinguir las cosas, los hechos.

De alguna manera, conseguí llegar a casa con la cabeza cubierta de un dolor atenuante, y concluí que lo que no había sabido asumir era la velocidad de los acontecimientos. Todo sucedió rápido, de un segundo a otro sin transición alguna. En ese lapso, que no tiene tiempo de excusas, encontré mi espacio; un tiempo reducido al recuerdo, una muerte reducida a una vida, y mi paseo reducido a dolores y mareos. Pero no hubo ningún recuerdo que se manifestase al respecto. Se solapó la intención de descansar por un rato, con el reloj dándome la espalda.

Al despertar de esta especie de nicho con muelles, el primer deseo fue el de estar muerto pero soñando. Quise que no sucediera nada, en ningún momento, en ninguna parte. Imaginé el fin de la existencia, o la existencia reducida a la humedad que sienten los gusanos cuando tienen hambre, en esas ciudades de cemento llenas de pasados y presentes óseos amontonados en edificios de barrio obrero, donde la debilidad humana dejaba a la religión hacerse cargo del rastro por este mundo, reducidos a fotos eternas.
Justo al abrir el cajón para buscar un álbum y seleccionar la mía, me alarmé al ver mi cuerpo ahí al lado, dormido como si no hubiera despertado o como si este despertar fuera el de otro. Los reflejos reaccionaron en silencio, sin despertar ese cuerpo al que pertenecía. Levanté la cabeza del durmiente con cautela para no despertarle, y dispuse su cuerpo como el de un cadáver, con las manos, una sobre otra, a la altura del pecho, y di un pequeño empujón a la barbilla para inclinar su cabeza hacia atrás. Deseé que cualquier enfermedad estuviera haciendo su trabajo para no permanecer más tiempo a solas en este habitáculo con perfume a muerte. El espacio resultaba angustiosamente reducido y oscuro. Me tumbé junto al cuerpo, o junto a mí mismo.

Entró una ráfaga de tarde gris, con el viento de la despedida y el ventanazo me despertó. Observé detalladamente la calle desnuda, temblando, con los colores, las formas, los líquidos desdibujados. Tal vez, también ventanas a dentro nada mantuviera su patrón original. Unas fotos despedazadas sobre el suelo trajeron imágenes del sueño: verme durmiendo mientras me levantaba por dichas fotos, el cementerio, deseos apocalípticos... de estar enfermo sin morir, esperando. Olvidé el sueño atrapándolo en el zulo de la realidad, y desapareció como lo hacen todos, sin más.

En definitiva, la mente no podía parar de cavilar, de recibir información sensorial deformada, analizando todo en un batiburrillo de realidad incoherente. Mientras unos pensamientos se desplomaban, otros se superponían interrumpiéndose sobre la cama de la que tenía que despedirme antes de que la hermosa mujer de blanco recogiese los restos de las fotos que rompió el sueño de estar muerto. En ambos lados de la ventana, las formas recuperaban sus límites, y yo la sangre de elegir mi fotografía apropiada sin romperla.

Puse un pie en la alfombra y comprobé que estaba equivocadamente fría. Los dedos se encogieron y mientras el otro pie iba de camino, me trajeron una reflexión de la misma temperatura: entre un “adiós” y el momento en que se piensa, cabe una eternidad. Por otro lado, estos adioses y estas reflexiones siempre serían polos necesarios para zanjar cualquier situación, para poder darle una nueva forma, para transformar definitivamente esa eternidad oscura, en tiempo vulgar y corriente. Al fin llegó el otro pie a la cálida alfombra sin pensamientos.

Una vez sentado, insistí en recordar el sueño pero se deshacía. Unas imágenes, tan claras instantes atrás, desaparecían dejándome ahí sentado sin pudor alguno, con la cara apretada del esfuerzo de pensar sin éxito, sin sueño. Me dominaban estas paredes enfermas atrapándome a la espera de un diagnóstico negativo con la esperanza del alta, para huir de esta cama que no me dejaba hacer nada con sencillez, y alcanzar así un día otra más hermética, que no contendría mi presencia, sólo un cuerpo, y que delataría mi ausencia gracias a un lejano retrato. Entre cama y cama, quedaba una eternidad, eso sí.

Más allá de algunas sensaciones, sobre una cama nunca obtuve nada de auténtico provecho, así que tenía que escapar definitivamente. Sentado como un harapo descuidado, traté de superar lo que para otros eran simples movimientos instintivos que servían para erguir una figura arrogante mientras el lecho rendía pleitesía a los pies. Maldije lo que fuera que me robó voluntad. Después de haber descargado cierto agobio me levanté con naturalidad. Ya quedaba menos para dejar este espacio reducido y sucio donde tantas veces me sentía atrapado entre pesadillas y tiempos en blanco, aunque no esté seguro de si ésta fue la única vez.

Acto seguido a la inercia, vestí los pies con unos calcetines siameses que protegerían las plantas que iban a pisar el resto de mis días. No tenía fuerzas para disimular lo que deseaba hacer en estos momentos. Fui hacia el cadalso a esperar un dictamen repentino o una revelación mística, pero harto de que se hiciese de noche una y otra vez, salí de casa para comprobar el número que colgaba de la puerta que diese una pista sobre mi paradero. Si tenía un número colgado, el alta se diagnosticaría con mayor rapidez y dejaría de esconderme, pero eso no sucedió todavía. Me propuse buscarlo de inmediato, así que, sólo tenía que encontrar el número que limitara la enfermedad o el sueño, y me alejase de esta salud débil de pesadillas.

Al abandonar la cama, tras inciertas horas sobre ella, se desestabilizó el equilibrio. Puse la cabeza bajo el grifo para encontrar un atisbo de claridad. Confundía los mareos con sueños, con realidad, dando rodeos entre fotos y puertas, hasta que el cerebro se agotaba y caían el resto de los órganos.

Todo empeoraba en el momento de iniciar el movimiento. Al tratar de despejarme de este macabro presente que me acorralaba, comenzaban los pequeños escozores alineados en brazos y piernas de distintos insectos a los que salvé la vida a través de transfusiones inconscientes, mientras ellos, con disciplina militar, desfilaban bajo mis pesadillas. Una vez alimentados, unos perecían, otros huían, y el resto se sentían satisfechos y repetían, dejándome la piel como un cosmos irritado y palpitante, lleno de heridas infectadas. Las manos, tras su paso por toda infección, deshacían el dolor, mientras las costras aumentaban. Ciertamente, no había nada que sobreviviese al paso de las manos humanas.

Todos los cambios significaban nuevos comienzos, pero esta vez, permanecí oculto demasiado tiempo, y resultó más elaborado encontrar una vía que encarrilase mi tiempo, que se mecía en un tiovivo disperso, sin ataduras. Olvidé la voluntad de mi propio comienzo, ignorando cuáles eran los motivos que me trajeron hasta esta posición, y para qué.

Miré al techo, que no era el de casa sino el del rellano de la escalera, buscando una razón, como el que reza a dios desde la tierra y sólo molesta al vecino de arriba. La puerta no tenía número alguno, únicamente una mirilla que escondía mi vivienda. Procuraba un número que diera un inicio al destino, como los enfermos de la ciento dos cuando saben qué padecen, y cuántos días les restan.

Una vez dentro de casa aspiré sintiéndome pesadamente responsable, apenas dos pasos adelante del sueño, sin culpables a la vista y convirtiendo, a modo de alquimista, la tranquilidad en una angustia a la que me estaba acostumbrando segundo a segundo. Así, era muy complicado reunir un uniforme, pero en esta ocasión, las ropas se vistieron en mi cuerpo mostrando una delgadez famélica al mundo. Cogí las llaves y un manojo de dinero arrugado antes de comprobar a qué día de la semana pertenecíamos hoy. Atravesé el pasillo, que tenía su recorrido habitual, y nada me impidió salir. Cerré la puerta con llave, posado sobre el felpudo, que afortunadamente no me absorbió. Di un salto a salvo y vi que la puerta seguía sin su respuesta.

Comencé a bajar las escaleras de una en una, cuando una vocecilla salida de las entrañas de los escalones me advirtió que los días seis eran buenos para los comienzos pero que los finales no eran cosa de los días sino de las noches. Me perdía continuamente entre un seguido de ramificaciones discursivas, musitadas como un secreto en el cajón, con este estado de ánimo convertido en Estado de Sitio donde me apretaba una afección que ni tan sólo permitía que me alejase de mi morada, dejando atrás estas escaleras interminables. Avanzaba a paso de procesión cristiana. Me detuve a mirar por la ventana y respiré apasionadamente triste, antes de espetarles con la voz: “¡¿Será que en la noche crónica, no hay sol de días seis?! Las gentes diminutas que asomaban por la ventana entre una penumbra de multitud atómica alegre, sobrevivían a sus “sobre dosis” de besos a ciegas, escondiéndose en Dios, mientras otros rememoraban tiempos pasados, quizás no tan pasados, lo que demostraba que estaban neutros, a solas con sus ayeres. Cerré la ventana esperando que esas observaciones no fuesen una esquizofrenia común venida del patio de luz.

-¿Cómo dices? –preguntó una voz. Conocía a ese viejo barbudo y mermado que siempre vestía con el mismo abrigo y guantes. Siempre supuse que era uno de los vecinos de arriba, dado que nunca le vi abrir la cerradura de su casa. De repente, postrado frente una extraña puerta, distinta a todas las demás, introdujo su mano en el bolsillo del abrigo, sacó unas llaves, fregó las suelas sobre el felpudo, y asomó un umbral al final del rellano mientras yo, completamente perplejo, me alejaba de la ventana aproximándome a él poseso por una fuerza ajena. Cuando estuve a su altura le dije “no se preocupe”, y comencé a correr escaleras abajo.

Salté escalones a toda prisa, impulsándome en la barandilla, mirando al suelo para no caerme, mientras todo parecía cambiar de sitio. Salté rellano tras rellano hasta que finalmente me detuve en medio del espiral de pisos, sin haber conseguido llegar al portal principal. No había avanzado apenas nada. Me asomé por el hueco de la escalera y la vista se perdió entre la multitud de pisos que no se habían bajado. El rellano donde me detuve no tenía nombre. Apoyé mis manos sobre las rodillas para tomar aliento. Al levantarme todo se movía conmigo excepto yo. Me asomé de nuevo por el hueco y comprobé que el piso de arriba y el de abajo tampoco tenían nombre. De las puertas colgaban unos números aleatorios para mi entender. Ninguna lógica aparente y una pregunta asfixiante, ¿ cuántos rellanos estaba dispuesto a bajar antes de rendirme o volverme loco?

Apareció ante mis ojos una puerta con su propio número, con la indicación que la determina. Tenía mi alfombrilla a sus pies, a los pies de mi casa. Di dos pasos atrás hasta apoyar mi mano sobre la baranda, y retrocedí del estupor que me preguntaba en voz alta y ajustada si me había movido en algún momento de la entrada de casa. La miré fijamente, mientras mi respiración entraba y salía por la boca a regañadientes, casi con dificultad y cansancio. La mano me ardió en esa barandilla incandescente. Observé el rellano desde lo alto de la altura y el fondo se distinguía con un naranja de ascuas volcánicas que provocó un calor repentino insoportable. Me sumergí en una especie de infierno ante la revelación de la puerta que me indicaba el lugar de estancia. Mi frente comenzó a sudar. El cuello de mi camiseta ya estaba dado de sí y no conseguía más oxígeno de él.

Un ruido agudo y punzante rompió esa ansiedad en la que estaba concentrado. El eco de unos ladridos movió el rellano del edificio de abajo a arriba, y perdí el equilibrio. Caí al suelo como unas manecillas de reloj absortas de su tiempo.

Cuando desperté, hice el ademán de levantarme como lo haría cualquiera que está en la cama, pero varias sombras me lo impidieron. Estaba rodeado. Apenas pude abrir los ojos que dejaron salir una vista entelada. Abrí levemente la boca para preguntar cuál era el número de la puerta, pero un ramillete de voces unísonas vestidas con batas blancas me respondieron que descansara. Pensé en si tal vez había muerto pero abandoné dicha suposición porque no creía que los muertos se hicieran esa pregunta. Dejé la mente a solas con su oscuridad.

parte ii


No recordaba el momento exacto en que había recuperado el conocimiento, o más bien, en qué momento el conocimiento me había recuperado a mí. Tampoco recordaba cuándo lo había perdido. Recordé la fugaz sensación de dudar si continuaba con vida, pero a menudo sentía ambigüedades de ese tipo. Todo lo que sucedía alrededor se asemejaba a un pasado o futuro palpable, percibía una extraña sensación de ausencia circular.

Ahora esas gentes que me rodeaban con sus ojos atentos a lo que una voz indicaba, permanecían de pie, impasibles, con los rostros fruncidos de atención, como si me estuviesen memorizando. Así se debería de sentir un extraterrestre capturado voluntariamente, sólo que mi voluntad había olvidado la captura. Persistía un dolor de cabeza, hábito poco frecuente entre mis enfermedades.

Giré el cuello que chirrió igual que unos palitos secos. Recordé un sonido lejano, el de las ramas secas que yacían en los cementerios. De pequeño saltaba sobre ellas componiendo melodías funestas, hasta que algún familiar extraño me cogía violentamente del brazo ordenándome un “¡estate quieto, niño! Mi abuela siempre salía en mi defensa y le respondía “¡deja jugar al niño, coño, que de gente quieta y callada ya estamos rodeados!” Yo no entendía muy bien lo que le quería decir, y entre avergonzado y arrogante, dibujaba unos círculos de hojarasca con la punta del pie, mientras mantenía mis manos educadas en los bolsillos.

Mi familia siempre se quedaba largo rato respirando frente a los nichos. A mí me resultaba muy gracioso ver las fotos de la gente que rodeaba a mi abuelo. No le había conocido, murió antes de yo nacer, así que él tampoco me había conocido a mí, aunque yo estaba seguro de que sí. Entonces me acercaba a sus vecinos, todos a rebosar de flores vivas, y les preguntaba que cómo era mi abuelo, si era simpático, si hacía muchas bromas, si se peleaba mucho con otros muertos, si quería a mi abuela. Ella, que me escuchaba, misteriosamente para mí, se acercaba llorando y me decía en voz muy baja mientras me abrazaba, “vamos, al abuelo no le gusta que chismorreen delante de él, se va a enfadar”, y volvíamos camino a la entrada. Yo comenzaba a saltar de nuevo porque estaba contento pero hacia la salida nunca nadie me dijo nada.

Giré el cuello hacia el otro lado, pero esta vez el ruido fue diferente y no me trajo ningún recuerdo. Sin embargo, vi a mi abuela tumbada en la cama de al lado, medio sentada, con las gafas haciendo equilibrio sobre la punta de su nariz, y con una pluma. Me preguntó si le podía ir a comprar papel de carta para escribirle al abuelo porque no podía ir a verlo al cementerio. Sonreí e hice el gesto oportuno con los brazos para apoyarme en la cama y levantarme, con la intención de ir al estanco más cercano y comprar lo que me había pedido. El ramo de batas blancas que me custodiaba empezó a moverse como hormigas desorientadas en la inmensidad de un metro cuadrado. Resultó muy ridículo verlos ahí perdidos en esta pequeña habitación doble de hospital, con esos uniformes pornográficos. Me inyectaron una dosis letal para mi conciencia y dormí durante tanto tiempo que cuando desperté, mi abuela ya no estaba. En su lugar, se enfermaba una señorita rubia que no superaba la mayoría de edad. Le pregunté si cuando ella iba al cementerio, trataba de sonsacar información a los otros muertos, pero a su familia le indignó esa pregunta y corrieron la cortina. Quedé aislado en mi mitad de habitación sin alguien que me rodeara. Estaba completamente solo tras el murmullo. Con nadie.

Me puse a pensar en ella, y como la congoja no tenía salida, no pude concluir otra cosa que, sencillamente, había situaciones que se sucedían, sin más explicación, y menos en esta cama de sábanas rancias. La imaginaba jugando con una cometa al vaivén del viento, rodeados de enemigos crueles y sanguinarios que nos observaban; a ella cómo jugaba, y a mí, el modo en que la observaba, ambos cómplices del mismo juego. De repente, brotaban nubes negras que lo dispersaban todo. Entonces, ella se alejaba corriendo con su cometa dejándome entre ráfagas de viento. Tras la tempestad, no quedaba nadie, tampoco enemigo alguno sobre el lodo. Una especie de raíz surgía del fango como una flor de la que tiraba y tiraba con fuerza, pero resistía con una solidez profunda. Agotado y de rodillas comencé a verlo todo con claridad, pese a que aquella lluvia no la anunció nadie. Alguien preguntó entreabriendo la puerta, “¿se puede?”.

Pregunté a mi compañera teatral de habitación, que en estos momentos nadie la acompañaba, si le importaba dejarnos a solas. Estaba seguro de que ella también fingía. Se marchó a pasear acompañada de su suero. Suspiré, acto previo de conversaciones quietas, de idiomas distintos, parangón de dos mudos que se gritan o borrachos que vomitan. Supe que éste sería el último momento que compartiríamos. Se marchó sin despedirse ni desearme buena salud, y la señorita entró al poco tiempo acompañada de sus visitas que tanto la aburrían.

Ella se hacía la dormida como si los medicamentos le hiciesen reacción, y de vez en cuando se giraba hacia mi lado y me guiñaba un ojo. Yo sonreía y cambiaba el canal de la televisión sin monedas cada vez que alguien le comenzaba a prestar atención. Entonces la señorita no podía contenerse y reía entre bostezos de recién despierta.

La enfermera me informó que pronto me darían los resultados de las pruebas que no recordaba me hubieran hecho, y dejaría de estar en observación. No aclaró si me trasladarían y supuse que me darían el alta, en cualquier caso, me dejó confuso con todo ese lenguaje críptico utilizado, con una pérfida sonrisa de sentencia a muerte. Decidí pasar este lapso de tiempo hasta que abandonara este lugar sin pensar, ni recordar nada, así que los días pasarían desapercibidos entre sí.

La señorita indicó que ya podía marcharme según le habían comunicado en mi ausencia. En esta habitación con respuesta, todo era muy extraño: las visitas, los médicos, los recuerdos, los olvidos, todo. Antes de irme le pregunté a esa belleza por qué no soportaba los familiares, y me explicó en secreto que estaba harta de un padre senil que contaba repetidas veces la misma historia del “lumpen” sin haber asumido verdaderamente su condición; y de una madre encorsetada en una tristeza que la obligó a sentarse llorando un secreto que jamás reveló. La pregunta cínica se convirtió en una confesión vehemente. Nos despedimos con un amable apretón de manos. Le dije que nos volveríamos a ver y asintió. Antes de salir, volví la mirada hacia ella. Permanecía sentada en la cama, con la almohada entre los brazos arqueados, meciéndola con ternura.

Unas incómodas ganas de ir al baño mantuvieron mi atención desorientada cuando los pasos se toparon con unos inesperados tabiques. El olor a humedad que destilaba este lugar vacío me hizo pensar en si me habían desvalijado la casa, o si me habían secuestrado, o simplemente, que no era este mi refugio habitual. El espacio se había expandido notablemente y a las paredes las separaba más distancia entre sí. Era evidente que era la primera vez que pisaba este lugar. Alguien me trajo hasta aquí y el cansancio no permitió más indagaciones.

Me senté en un sofá, algo aturdido y tembloroso, con las manos incoloras como en los sueños. Quizás, este momento era uno de ellos, y al no sentir miedo, descarté vivir en una pesadilla. Una mano gigante comenzó a acariciarme el pelo desde atrás del sofá, y poco a poco mi cabeza iba calentándose. Empezó a quemarme seriamente, hasta que desperté golpeándome la cabeza para apagar el sueño, o lo que se convirtió en una pesadilla.

Hacía varios días que amanecía en esta bazofia de pensión, con varias heridas esparcidas por todo el cuerpo, con algún cardenal en las piernas, o golpes en la cabeza. Nimiedades a las que estaba empezando a acostumbrarme. Entonces decidí comenzar a transcribir mis titubeos, así, mientras los pensamientos se apaciguaban, evitaba dormir para bien o para mal.

“Supuestamente, escribo desde casa, pero no es del todo cierto. Sólo lo hago desde el recuerdo, con la imaginación puesta en la potencia de una verdad que vaga en la mansedumbre del presente. Es una noche de insomnio tan átona como las que olvido, como las que confundo. Una noche de pensarme en el silencio de todo lo que nos separa. Pronto, la distancia se abreviará, y el arrullo de percepciones tónicas me elevarán a la verdad, dure lo que dure. Sólo es una noche como todas en las que la pienso.”

Dedicaba el tiempo a unas anotaciones sin pretensión alguna, más allá de mantenerme ocupado mentalmente. Mientras escupía todos esos pensamientos sobre el papel, mi cabeza no se mareaba, pero el agotamiento fue creciendo, y el cansancio se disputaba su vigilia con el sueño, que se hacía necesario pero me aterraba. Cada vez dormía menos por miedo a despertar lastimado. Así pasé un tiempo indeterminado como escribiente, más concentrado en no caer rendido que en la propia labor de cuidar unas letras bien dispuestas.

Comencé a tener pavor de no despertar, de perecer en alguna pesadilla, y mi cautela fue mantenerme alejado del sueño, aguantando la aguerrida lucha doméstica contra él. Antes de caer vencido, cuando mi cabeza ya se tambaleaba, me dirigía mal herido al baño para refrescarme la sien y la nuca. Después volvía al campo de batalla. Durante la lucha, el miedo se ausentaba, pero sabía que era una pelea que no podía postergarse para siempre. Entonces el desgaste trajo la última batalla y su tratado.

Me dormí sin antes haber memorizado una parcela del paisaje, y sin formular siquiera un último pensamiento. Simplemente, desaparecí de la conciencia hundiéndome en una pesadilla común. Mi percepción temporal estaba completamente defectuosa y no pude averiguar cuánto tiempo duró todo esto. Lo cierto es que perdí algo de peso y gané algo de humor o fuerzas en este campo de ruinas y sangre. Tal vez todavía estaba soñando, o quizás así de onírica era la realidad. Intenté recordar algo. Mi figura junto con la de una mujer ardiendo que desprendía unas cenizas. Éstas se introducían dentro de un reloj de arena que no avanzaba. Trataba de poner frente a mis ojos todas estas imágenes para analizarlas y desnudarlas, pero sin letras ni sudor. Cierto era que las percepciones no eran las habituales y costó sueño y kilos aceptarlas, aunque resultó tan simple como dejarse dormir.

Alguien tocó el timbre. Al abrir la puerta un ruido se alejaba en su huida. En una broma ingenua, la calma descendió un piso y me guiñó un ojo acompañando el gesto con la cabeza que indicaba que la siguiera. Obedecí y bajé los dieciséis escalones que nos separaban. Permanecí tranquilo durante un rato. Ella quería sacarme de aquel lugar. Miré al suelo y mi sombra había desaparecido. Hice algunos movimientos con los brazos como para recuperarla, pero la luz se apagó. Únicamente se escuchaba una respiración alterada, cuando de repente, sonó un timbre dieciséis escaleras arriba. Fui a encender la luz, pero no funcionaba. Di con el dedo índice en repetidas ocasiones, luego con la palma de la mano y después con el puño cerrado. El interruptor cayó hecho pedazos, y de nuevo, se escuchaba esa respiración alterada. Desperté. Todo había sido un sueño. Traté de buscar su inicio, pero me daba la sensación que todos los sueños comenzaban igual: conmigo, tratando de adivinar cuál era el inicio del sueño. Definitivamente, los principios que marcaban un punto entre un estado y otro simplemente eran inescrutables.

Me fui acostumbrando poco a poco, pese a que algo me impulsaba salir y mantener contacto con el exterior, aunque no quería implicarme con la gente. Te juzgaban, opinaban sobre ti, te discutían, te ponían en duda. Unos le llamaban a eso “relacionarse”. Partían con la verdad como posesión, con las soluciones preparadas para los conflictos de los demás, y un diagnóstico humillante bajo el que podían no creerse nada en absoluto. No quería mezclarme con gente que no sufriera de un modo u otro, me parecía una falta de respeto a la conciencia. Encerrado, me sentía a salvo de todo eso, pero debía existir un impulso social que me abría la persiana para ver qué sucedía en ese hormigueo monótono de acera metropolitana. No podía escapar de los incómodos sueños y eso ya significaba un “particular” contacto con el exterior. Renuncié a salir, en realidad, porque no sabía qué podía hacer ahí fuera, entre humanos preocupados de su prestigio social, aunque esta dispersión mental tampoco fuese demasiado saludable.

Había erosionado mi pasado, los recuerdos ya no me conmovían, y sin embargo, me sentía más perdido que nunca. Reconocía mis años de resignación aunque ahora todo ese tiempo no me importase lo más mínimo. Una vez a solas, toda la realidad había cambiado. Perdí el miedo a no despertar aceptando las pesadillas como parte real de mi vida, desconocía la fuente de conspiración que pretendía la desconfianza, la duda, el temor y la distancia del “todo dinámico”

El lugar era oscuro y húmedo, así que decidí asomarme por la ventana. La persiana estaba subida y a través del hueco desnudo que dejó, podía oírse los ruegos de la estación que no quería entrar. El sol de invierno contra el frío de verano, el tiempo se expandía, se mezclaba, y no me ayudó a detener el torbellino en el que me había imbuido. Me tumbé, una vez hube descartado que el tiempo, bucólico, me trajese algún olor definido que me vistiera para la ocasión. Ahí, de repente, comencé a pensar en lo que podía suceder. Por fin una cama me daba un pensamiento excedente. Tumbado en este camastro para dos pero sin dos, con su mano posada en mi hombro, sin advertencia; con su cabeza en mi estómago reposando y vigilando el techo del cielo para que no nos cayera encima; su índice inquieto en mi espalda dibujando las mejores caricias; un beso de buenas noches pero hasta mañana; y un sueño fugaz, un maldito sueño que fuese capaz de no cortarme la respiración, y que terminase por sí mismo. Esta colección de nostalgias no tenía vida alguna, tal vez, yo tampoco, pero este trasiego no debería contaminarse con otras especulaciones. Mi penitencia era servidumbre de alguna verdad, sólo tenía que escuchar el traspié que la anunciaría, una alarma sobria que me revelaría el significado de este tiempo ignominioso.

Mientras los días pasaban de largo, las noches se detenían a retorcerme. Un naufragio, galopes en el fondo del mar, gente que nadaba en la superficie jugando con sus flotadores de tiburón asesino. Me faltaba la respiración y comenzaba a tragar agua. A veces, cuando conseguía hacerle frente al sueño, esa agua que tragaba se convertía en un manantial de alivio y bebía con avidez.

Desde lo profundo de mi desengaño, me distancié de toda responsabilidad humana, de todo movimiento social, en definitiva, de toda ética. Me abandoné como un devoto del encierro, en una huida interior, sufriendo el calvario de una somnolencia crónica que buscaba la paz de una guerra acabada. Me conformaba con menos malestar y con las décimas de alegría que caían del cielo y sobrevivían a la altura, y a mí.

La persiana estaba bajada; yo harto de analizar continuamente cualquier movimiento, y de no saber responder en qué momentos manipulaba mis sentidos. Ellos no obedecían más que a los accidentes posteriores. Mientras intentaba mantener un orden, el caos se apropiaba de los actos. Comencé a lanzar todo tipo de objetos crispados que me rodeaban hasta que no quedó ninguno. El techo despertó de su pesadilla rasguñado, y partículas de endorfinas se liberaron por toda la habitación. Abrí de nuevo la persiana, agarré los deshechos del suelo y los lancé por la ventana contra esa estación penitente. Acababa de inventar una pesadilla que despertó exhausta de su propio sueño.

Al anochecer, golpearon la puerta. Abrí, y una mujer vestida de maga de la salud me saludó y confirmó mi nombre. Alguien discó alarmado por los ruidos y gritos, según me informó. Yo me peiné con las manos, y estiré la camiseta hacia abajo para espantar a las arrugas. No tenía aspecto de estar aparentemente muriendo. Eso me tranquilizó.

Sin evidencia alguna, se presentó la doctora en el umbral de mi refugio. La invité a pasar y tomar asiento. Pedí disculpas por el desorden y los destrozos que tuvimos que sortear hasta llegar al sofá pero me dijo que estaba todo perfecto. Comenzó por incomodarme con preguntas personales que luego utilizaría comparativamente con unos cuadros de diagnósticos estándar para concretar los síntomas que yo fuese capaz de confesarle. Realizaba el mismo papel que los curas en el confesionario para que yo fuese expiado, con la diferencia que ella tenía que luchar por ocultar su atractivo.

Fui contando mis pecados que se resumían en el miedo sobrecogedor que me impedía, principalmente, conciliar el sueño con naturalidad. Después de caer abatido, transcurría un tiempo y despertaba con aceleradas palpitaciones y escalofríos. La boca amanecía completamente seca, y tragar saliva era como tragar una corona de espinas. Le expliqué que ignoraba el origen de este temor al sueño que me mareaba y despertaba irascible frente a todo lo que me iba enfrentando de la realidad, sin poder mantener el control. Me daban impulsos de huir, de escapar, desconociendo hacia dónde y para qué, y cuanto intentaba hallar una respuesta comenzaba a perder lentamente el conocimiento. No soportaba esta realidad o punto de vista desde donde ya no podía obedecer a ciertos esquemas racionales. La razón no me aportaba respuesta alguna, y únicamente algún instinto repentino o intuición me alentaban a actuar en este accidentado entorno. Entonces, únicamente deseaba de dejar de sufrir, y la lógica lo conllevaba a dejar de existir, por lo que no podía pedirle explicaciones a la razón. Lo más curioso de todo era que entendía el miedo a dormir como un miedo camuflado a morir. Este era un sentimiento inútil, pero cierto.

Ella me trató como si hubiese perdido algo concreto, como si sufriese una carencia, y trató de animarme de un modo analgésico que no funcionó. Me quería convencer de que las sensaciones que me aterraban no eran peligrosas, y que esas desagradables pesadillas no irían a peor, y que me preocupase por cómo me sentía en este instante, sin angustiarme en la inmediatez del sueño que se avecindaba, y que aceptase los miedos sin luchar contra ellos, que pronto desaparecerían sin darme cuenta, y que de repente me sentiría satisfecho y relajado, y que ahí era donde comenzaba realmente mi recuperación definitiva. Me insistía en que no tuviese prisa, y que palabras, palabras, palobras, lopabras, pabrolas, lo brapas, pabralos, las prabo,...y se despidió.

Así que de esta manera iban a desaparecer mis náuseas, ahogos, sofocos, escalofríos, inquietudes, pesadillas, temores, sudores, palpitaciones y hormigueos. Dado que no me apetecía añadir a todo esto los efectos secundarios de las medicaciones del intelecto, guardé las drogas en un cajón que estaba tirado en el suelo. Bastante tenía ya con el comportamiento compulsivo como para anestesiarme y luego correr aguantando diarreas. No pude confiar en ella. De hecho, era incapaz de confiar en nadie, pero el confesionario de urgencias no se dio cuenta. Creo que pensó que estaba deprimido o similares. Me sentí peor que antes. En un papel escribió la receta de un “padre nuestro” cada ocho horas, y dos “ave maría” después de las comidas, y mi moral permanecería intacta. Pensé en la cantidad de gente que rezaban a estos médicos de dios y se me abrió el apetito. Dado que la razón no la alivió, fue el hambre el desencadenante de mis ataduras, y conseguí marcharme de este lugar.

parte iii


Salí para siempre de éste, mi último refugio urbano. De equipaje, inventé un hatillo con un par de cosas prescindibles. Sabía lo que no quería, y era suficiente. No deseaba saber absolutamente nada que tuviera que ver con lo que me rodeaba. Estas paredes confusas, estos pasillos imberbes, estas habitaciones desnudas, esta cocina vacía, y este suelo invisible.

Comencé a caminar por las calles de huida. Tampoco quería saber nada de avenidas “todo terreno”, de escaparates con gentes reflejadas, hipnóticos con cara de etiqueta cara; ni de esas otras con sus altos muros de enredadera clasista y bandera, mientras en la acera de enfrente, la marabunta de soldados disciplinados avanzaba acompasadamente hacia cualquier engaño dejando tras de mí una manifestación de nucas que no significaba nada. No podía caminar a un ritmo taimado. El temporal se convirtió en una amenaza, borrascas que dibujaban los titiriteros para que nadie se reflejase en ningún cristal, y así, sus pasos serían más acelerados que los de sus piernas.

Me observaban con misericordia, así que detuve los pasos para que ellos avanzasen con mayor rapidez. Inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido, respirando. Ellos pasaban de largo escapando de sus trabajos, de la lluvia, de las amistades, de los amantes, de las mascotas, de la familia, en fin, de todos los que conducían sus vidas. Me cruzaban habladurías solubles que se cobijaban en su conformismo crónico, el descontento aceptado, el aburrimiento suburbano, el malentendido mezquino, mientras las calles, pobres, indefensas, eran incapaces de rebelarse contra esas bobinas de hilo. Miré al hatillo empapado. Nada permanecería flotando, quieto. Entonces, me puse en movimiento.

Una vocal se alejó con violencia en este nuevo día, con el afán de diferenciar entre contrarios. ¿Virtud o defecto? Mientras alcanzaba la salida me entrecruzaba con personajes que se iban alejando, que iban desapareciendo con sus espaldas cada vez más visibles hasta que sólo eran espalda. Otros se asomaban tras las esquinas o en las ventanas, escondidos entre cortinas, con ojeras de pecado. Cuanto más me acercaba a la salida, más me inquietaba la incertidumbre, aunque también me preocupaban cosas aún más absurdas.

Intuía un cierto pasado, difuminado, volátil, como una mañana de bostezo, lleno de personas que mudaron de lo fraternal al anonimato sin alas. Tan cercanos ayer como desconocidos hoy, muertos, sin alas. Ahora, el cambio estaba subido en un tiempo breve que se distanciaba de todas las construcciones que sobrevivirían vacías. Seguía esquivando personas camino a la salida. Unos me evitaban con timidez, otros con el ceño ofendido y con alguna represalia entre las piernas; unos ofrendándome sus nucas siguiendo sus propios egos, sus propios anzuelos; otros se escondían sin hacer el menor ruido pensando que jamás saldría de mi cueva, que no era más que un margen de tiempo y de distancia, necesarios para poseer mi perspectiva inherente. La razón despertó del coqueteo con la fantasía.

La salud flaqueaba en una especie de vértigo invertido. Me veía caer desde abajo, pero un breve golpe en la cabeza frenó esta impresión que discurría a bordo de un autobús que me vomitaba de la ciudad. Era el dieciséis, que con sus baches y frenadas iba masajeando las neuronas que se relajaban apoyándose sobre la ventana. Eso mismo sentiría la mosca posada sobre un televisor encendido. Yo estaba ahí, como esa mosca que quiere escapar de la habitación que la vio nacer y desaparecer. Mareado por los continuos impactos contra la ventana que mostraba ese paisaje infinito, verde, extraño, desconocido, y que me frustraba en todos los intentos de alcanzarlo. La mosca se quedó reposando sobre el televisor que la consolaba de su utopía. Cuando sintió ese tintineo orgásmico, le sobrevino una revelación: el exterior de la ventana, ese magnífico paisaje sobre el que ansiaba volar, no era real sino un simple cuadro en el que topaban sus esperanzas de escapar de la habitación. Entonces, cesó en los intentos de huir por la ventana, y murió en esa salda de estar sin migas, con un único televisor que la mantuvo inconsciente y complacida el resto de sus horas. Tenía tan poco tiempo como ella, así que insistiría hasta que mi cabeza atravesara el cristal que me separaba del mundo infinito. En algún momento, atravesaría la materia.

Empecé a creer que no había nada mejor que no amar para sentirse libre, mientras el camino avanzaba. Amor y libertad eran claramente dos estados del alma antagónicos. Pero esta dialéctica la sufrían los que trataban de conseguir una síntesis de ambas. Había llegado el momento de ver el camino en su curso natural. No necesitaba ninguna voz, ningún ánimo. El viaje estaba resultando tranquilo, sin sobresaltos, en un estado de vigilia desatento y relajado, como la mosca posada sobre el televisor antes de ver el paisaje, que intuía la próxima realidad. Atrás quedó un pasado sin número ni razón, necesariamente contrario a este futuro número veinte de respuestas. Mi pensamiento se asombraba por la prontitud del cambio sin transiciones ni preámbulos.

Pasamos de largo por pueblos pisados por gentes de tonos felices, a punto de morir; otros, ya lo habían hecho. Se distinguían algunos ciegos sentados en la sombra, y algunos videntes al sol, deslumbrados, ajenos los unos y los otros a este autobús lejano que les pasaba de largo como el tiempo. La luz infundía una intensidad distinta. Las calles sin asfaltar eran la sala de espera de la muerte, con largas hileras humanas impacientadas a su turno definitivo.

De repente, el sol se fue deshilvanando. Miré hacia mi muñeca con el gesto propio de ver qué hora era sin atender que no tenía reloj. Ni siquiera la piel palidecía en esa marca despigmentada del que a menudo utiliza semejante aparato torturador. Tic tac. Las gentes, a lo lejos, difuminadas en sus sombras, disimulando vidas ya vividas, tumbados en unas camillas de madera inertes discutiendo acerca de los tiempos que pasaron en ese poblacho, imaginando salir de ahí un día.

Comencé a dar golpes en la ventana con la mano cerrada como un puño tembloroso. Cada vez todo era más árido y ardiente, y un humo oscilante los rodeó. Todos se levantaron al mismo tiempo mientras el autobús no se distinguía ya de un insecto en medio del baldío desierto. Hicieron una especie de corro de la muerte y desaparecieron a mis ojos mientras el puño derecho se iba consumiendo sobre el cristal. Me sequé una lágrima que cayó sobre el dolor de la mano, pensando que tal vez, algunos se suicidarían en un acto de rebeldía, sintiéndose libres en última instancia, inconformistas, impacientes. Un mundo muerto lleno de fantasmas, de médicos creyentes, y de trotamundos que escapaban de sus prisiones. El resto era estadística pura. Adopté una posición fetal en el asiento de este autobús embarazado y bajé la cortina que me separaba del mundo. Dormí como hacía noches que no dormía, sin sueños ni pesadillas con los que asustar al alba.

El sol asomó de entre las nubes y respondí con una reverencia de buenos días. Después de una oscuridad con calma, el galope de la razón recompensaría la tranquilidad del sueño. Tras una noche desapercibida, su opuesto el día. Todo se reducía a un par de opuestos. La cuerda tensa mantenía el equilibrio que realizaba su fuerza intrínseca desde el centro, provocando un acercamiento de los opuestos, de los extremos, formando un círculo abierto.

Tesis primera: un agente “a” vive necesariamente debido a la existencia de un agente “no a”, es decir, de su opuesto. Algo existe, si y sólo si existe su contrario.
Tesis segunda: entre el par de opuestos existe un equilibrio que les da razón de ser. Ese equilibrio que mantiene distanciados los opuestos, es irrompible, tanto como la propia existencia de dichos opuestos. El equilibrio se puede escenificar en el espacio, que es el medio donde existen los opuestos, y donde se manifiestan como tales.
Tesis tercera: ese equilibrio existe en la medida en que los opuestos se manifiestan. Ejemplo: existen cuadros exactos de las proporciones necesarias para que se produzca el equilibrio, como si se tratara de una receta o un experimento químico. Únicamente son necesarias dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno para la existencia del agua. Igual sucede en el ámbito social, donde son necesarias dos moléculas de pobres para que exista una molécula de ricos. Y así, hasta desproporciones infinitas. Para que existan dos opuestos, tiene que mantenerse cierta cantidad que mantenga necesariamente el equilibrio; en muchos casos esas cantidades son desproporcionadas hasta el infinito. Sucede que en ocasiones es necesario una cantidad infinita de un agente “a”, y una cantidad mínima de un agente “b”, para que se produzca el equilibrio que posibilite y dé razón de ser a sus existencias.

Cuestión: ¿puede calcularse la cantidad necesaria de un agente para provocar la existencia de su contrario? ¿Dónde se haya dicha información? ¿Cuánta cantidad es necesaria, y de qué, para equilibrar el sufrimiento de un niño?

Entraba un calor que empezaba a ser insoportable pero pronto se realizaría una parada. Unos beberían y otros fumarían. La conjunción no se manifestó en ningún momento porque era el equilibrio mismo. Mi cabeza quería descansar un rato, oler y respirar los perfumes de estos parajes, y estirar las piernas hasta que no pudiesen más.

El pueblo no parecía ser demasiado extenso; una nada que agonizaba en el desanimado aspecto de sus fachadas, interrumpida por la carretera. El conductor se distraía en la gasolinera ojeando unas revistas eróticas, mientras el resto iban al baño o hacían corrillos de risa y humo. Fui a recorrer un par de calles presuntamente abandonadas, como si la gasolinera fuese una toma de energía para continuar lejos, muy lejos.

Un muchacho oriundo permanecía sentado y cabizbajo sobre el bordillo de la acera. Me arrimé para comprobar de cerca la familiaridad de su rostro. Intenté cambiar unas palabras pero no respondió a nada. Decidí sentarme a su lado el tiempo restante hasta que el conductor terminase con sus distracciones y descansos, a él no le importó. En ese tiempo no inmutó palabra alguna. Empecé a observar en voz alta lo que veía. Un lugar perdido, casi sin vida, olvidado, una especie de quinto o sexto mundo. Las pocas almas que seguían aquí respiraban sin otra cosa mejor que hacer. El paisaje resultaba inexpresivo, las casas desamparadas no parecían esconder nada, y ni tan sólo flotaba esa aura fantasmagórica de los pueblos olvidados. No se respiraba el menor aliento, ningún camino conducía a otro.

El viento barría todo lo pensado ante la inmovilidad del muchacho que callaba lo que guardaba con imprudencia en las esquinas de su historia. Me miró violentamente e interrumpió su silencio para musitar una débiles palabras: “...buscando voy a estar, en este amago de olvidado, entregado por las rozaduras del latido que tras su diástole, sigue al burlón del perdido.” Se tambaleó y cayó al suelo sin que el cigarrillo que la brisa fumaba, se desprendiera de sus dedos. Conocía su rostro. Zarandeé su torso y abrió los párpados caídos para seguir con su aliento: “La novedad, amigo, siempre nos mantiene distraídos, es un modo de fingir nuestro suicidio cotidiano, de morir todos los días... hoy, amigo, no me expliques una palabra pues mi amabilidad enterrará tu esperanza, tu salvación... disparos de culpabilidad a toda existencia muerta, la de nuestros segundos marchitos... ahora, amigo, no añoro su persona, solo su presencia... con mordaza de alma en pena, a gritos, escondo todo lo que no dije, todo para lo que ya es tarde... ni una mirada, ni una sonrisa. Mañana, amigo, querré ser más breve que la luz de aquel otoño, mi estación favorita... pero hoy, amigo, no quiero nada que luego me reclames, no me des ni tan solo palabras, ¡no me digas nada! A tus ojos seguiré invisible, un letargo en mi morada, tras otro... tras... otro.”

Encendió los ojos de par en par, y señalando de arriba hacia abajo, dijo con voz de reproche: “Mientras este cigarrillo se consume, alguien se perderá en el mapa de este mundo porque te atrapa. Una vez invisible a tus ojos, habrás cambiado para siempre, estarás definitivamente encerrado, y no tendrás ni la voluntad necesaria para poder huir. Lárgate antes que se consuma este cigarro, y también te quedes atrapado.”

-¡Es el último aviso! Gritó el conductor con un pie en el autobús y la mano en el claxon haciéndolo funcionar en repetidas ocasiones. El muchacho tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con su planta descalza, se izó cual conquistador, y sus pasos se perdieron entre las calles. Un número en la parte trasera de su abrigo entumeció la paralizada despedida. Enmudecido, insistí con ahínco en la familiaridad de su rostro, de su luz.

El autobús puso su motor en marcha y aceleró dejando un cometa de polvo que borró por completo el pueblo, la gasolinera, y mi hazaña detectivesca. Nos alejamos. Adopté una postura inverosímil para escudriñar entre las voces del muchacho. La dualidad imperaba con una ascendencia geométrica, interior y exterior. ¿De quién era esa expresión?

Dentro de este atajo de tiempo, los pensamientos zozobraban con un antagonismo cada vez más evidente respecto la exhortación del conspicuo muchacho. Sin embargo, parecía estar verdaderamente atrapado. Imaginé que eligió ese pueblo abandonado donde nadie le molestaba porque fuera de él no había respuestas. Por ese motivo, rehusó mi compañía y únicamente sobrevivía a través del paroxismo de su mente que se le escapaba. Eso fue lo que inventé para él y me invadió el mal humor. Tuve la impaciencia de que se me pasara. El encuentro me dejó algo aturdido, o aturdidores eran los pensamientos que le siguieron. Tal vez el muchacho no tenía nada que ver en mis torrenciales elucubraciones, pero algo inusual encajaba a la perfección. Las manos me sudaban. Las refregué entre ellas mientras observaba sus arrugas, las líneas de la palma y los cambios de color de las uñas al apretar contra ellas. Este tránsito era el opuesto para distanciarme de las páginas pasadas, y poder encontrar el equilibrio en sí.

El sol ya se había marchado por lo que era imposible distinguir un horizonte entre el descampado y el infinito, entre la naturaleza salvaje hacia donde iba y el espacio sin vida del que venía. Origen y destino. Dormí hasta el final del trayecto, que tampoco se distinguió del resto del viaje, como tampoco se distinguía el principio del sueño con su momento precedente.

“Buscaré un bosque, una montaña, un río con peces sonando, sin civilización. Haré fuegos con las elegías del pasado que ya no claman nada, pero calientan. Respiraré hondo, meditaré para dejar de vejarme el resto de los ocasos, aceptaré los destinos que me asignen, encontraré el equilibrio entre mis opuestos, ataré los hilos de perdido en un mástil profundo e infinito, y me olvidaré de todo en medio de la oscuridad. Luego, me cegarán todos los soles hasta convertir la oscuridad en verde ciego, que es como ellos ven cuando hay sol”, pensé.

Ahora, ya estaba de camino al tribunal del fuego, del origen, donde me desvelarían la verdad: ¿cuánta cantidad era necesaria y de qué, para equilibrar el sufrimiento de un niño?

jueves, 9 de septiembre de 2010

parte iv


Caminé unas horas de soledad alpina, entre árboles sudores, frío y ampollas. Los ojos iban jactándose del cambio, del proceso, de esas pequeñas luces tímidas que provocaban que la consciencia desde la montaña tuviera otra perspectiva.

Inspirando me sentía en Eolia convertido en Dios del Viento, soplando por encima de todo. La ciudad que tanto ahogaba, se condensaba en un ácaro desde esta cima, y anochecía invisible. Soplaba nuevos aires al respirar sin memoria, como un niño, completando el círculo que une a viejos con infantes, cumpliendo con la vuelta hacia la eternidad tras esta interrupción que es la vida. Espirando armónicamente todo me pertenecía, el firmamento entero contrarrestaba el murmullo baladí de las nuevas ciudades. Sólo tenía que respirar profundamente y descontaminarme de la coraza residual de la cultura.

Descubrí los restos de un fuego extinguido que habría servido de calor para algún animal. Observé que había olvidado tantas cosas que hice por primera vez... estaba perdiendo la memoria. Me acerqué a las ascuas negras y aún humeantes. Quise reconstruir su figura, su sombra, su rostro, pero el fuego de la salvación iba purificando y simplificando mi historia hasta reducirla a cenizas. El viento, a su aire, cómplice del fuego, untaba el espacio de eternidad mientras todo recobraba una simpleza natural que el ser humano había olvidado, descartado. Pronto estaría fundido con ellos, volando sin cuerpo, etéreo como el fuego que calentaba las palmas de las manos formando la calidez que acompañaba la claridad de la noche sobre la húmeda montaña.
No había nadie más. Desde lo alto, la distracción humana resultaba insignificante, nimia. Miré el techo de destellos, aves, bostezos, hasta que llegó la noche vestida de negro y me abrazó. Dormí con ella hasta que finalizó el entierro con media sonrisa.
Qué felicidad esperar la muerte, la simbiosis, un estado de no-dolor continuo.

Amanecí entrelazado a una manta junto al rocío. Tuve tres sueños esa misma noche, uno por cada postura sobre la tierra. Pasó el otoño, mi estación favorita, y no me había dado cuenta de nada. Un escalofrío recorrió mi espalda con la sensación de haber vivido ya este pensamiento, pero no conseguí adivinar cuándo. Sentí en las ráfagas de viento el rebufo de unos labios que apagaban el fuego de mi boca. Había estado sangrando así que pensé ir en busca de agua. Cogí mi hatillo y al poco tiempo oí murmullos. Rompí la obsesión de la distancia por la distancia y les dediqué un beneficio ingenuo que me separaba de la misantropía.

Ninguno de ellos podía salir de su amanecer, del despertar de la oscuridad que los había envuelto entre ríos de vino, cadáveres andantes, y excrementos. Se habían establecido en una pequeña explanada circular, casi ausentes de la vida animal, faltos de sus propios ojos, sin mirada. El bosque les había rodeado, o más bien encerrado. Pensé que en todo el mundo habría prisioneros. El río que se olía de lejos les mantenía en un estado de “casi”; la explanada les sostenía sobre la faz, mientras las historias de esos hombres y mujeres fermentaban accidentalmente la tierra.

Los pies desobedecieron mis pasos y se perdieron entre unos trazos teñidos de silencio. Tomé asiento en una roca erosionada y firme, y me quedé ahí durante largo tiempo tratando de recordar el inicio de todo esto, el primer motor que me condujo hasta esta piedra escondida entre caminos mudos. ¿Vendrían del mismo lugar de donde yo procedo, y ese sería mi ineludible destino? No me resignaría a la agonía de una espalda llena de adoquines entumecidos por este tiempo de vómitos. Venía buscando algo diferente, era otra la necesidad. Entonces todo se redujo al miedo, y mis pensamientos quedaron enmarcados por él. No sabía si me acercaba o me alejaba en esta oscuridad prolongada y sorda. Tampoco tenía punto de partida al que regresar. Los recuerdos iban desintegrándose, ya ni siquiera sentía el tiempo que él mismo había ido asesinando, el mismo que con su implacable crudeza estaba forjando una insensibilidad que no se detendría ante nada, igual que los recuerdos que pasaban de largo por la memoria. Aún así, desde la quietud de la montaña, parecía más calmado. No tenía prisas. Soplaba viento y olvido, flotando en las brisas que desafiaban la caducidad de mi memoria. El tiempo continuaba en este espacio.

Necesitaba agua para poder tragar este instinto de supervivencia. Di un paso y me sentí aislado, y con el otro, vacío. Me volqué pero no cayó nada bajo los pies de este camino, y por más que olfateara no encontraba agua por ningún lado. Su olor se había esfumado y sólo la intuición me empujaba sobre este camino torpe y oscuro. En cuanto encontré un lugar bien amueblado, desistí de la tarea del agua. El sitio era realmente apetecible. Descansaría y esperaría a que las gotas madrugadoras fuesen suficientes. Rompí un pañuelo y coloqué sus pedazos bajo las hojas más frondosas. Puse el hatillo entre las piernas y me arropé con la manta. Aún así, tenía frío, pero no sabía qué hacer con él.

Estaba preparado para dormir, pero no soñé nada. Sabía que debía ausentarme, aunque primero tenía que encontrar aquello que me lo impedía. Al nacer el día comprobé que no había acumulado nada de agua, así que recogí los pedazos de pañuelo y respiré hondo antes de ponerme en movimiento.

Observé lo innato de la naturaleza subido en un punto de inflexión que daba vértigo. Desde ahí, se veían los órganos de una madre que conocía los secretos y respuestas que escapaban a la razón. El bosque latía bombeándome de bruces contra el suelo. Podía ver el cielo con su agujero al desnudo abriendo un hueco al espacio que nos oprimía. Quedé boquiabierto unos instantes ante el vacío, fijamente, estirando los brazos para tratar de alcanzarlo, como un bebé uterino que avanza hacia la muerte. Era la cantidad necesaria que equilibraba el elenco de sustancias, de materias contrarias, con la precisa tensión que permitía la existencia. ¿Cuál sería la constante que va del nacimiento hasta la muerte? El pensamiento, los actos, el tiempo, las circunstancias: rieles en un proceso de aprendizaje forzado que conducía al receso de la memoria, al olvido, y también al conocimiento, una aparente contradicción. El deterioro resultaba proporcional al aprendizaje intrínseco, y así concluía el círculo de la existencia animal, en un conato de conocerse a sí misma. Dos puntos que formaban una línea, que deviene círculo; dos puntos opuestos de partida que llegan a asemejar el nacimiento con la muerte. Un círculo, una misma cosa. Todo en su esencia era circular, con sus extremos cercanos en el mismo polo. Grité con toda mi voz. Aaaaaaaaaah!

En este bosque perifrástico, empezaron a llorarme preguntas, pensamientos, hipótesis, como una fina y raspante llovizna que anunciaba tormenta. Tras esa tempestad tendría que improvisarse un cementerio de flores para que la enjuta caricia de la brisa fuera más decidida. Cuando fuese consciente de la tormenta ya estaría saliendo el sol. Miré al cielo y se acercaban negras turbulencias en busca de sus entierros. Una nube baja en forma de mano que desnudaba una flor se acercó como si sus dedos supiesen quién era. Agarró la mía mientras susurró “cuando te conocí... y ahora todo se acabó.” Yo estaba refugiándome de la tormenta, con esa mano que al alejarse me dejó inoportunamente helado de frío, con el simple roce de sus yemas. De repente un estruendoso rayo de luz electrizó la montaña. Permanecí asustado y paciente hasta que volvió a salir el sol.

Comencé a caminar tras mis pasos repitiendo pensamientos, escudriñando entre el desorden de las formas, anulando mentiras indistinguibles de las verdades, distinguiendo algunos contrarios y acercándolos en su círculo frente la mediocridad del lo volátil. Intenté imaginar la existencia de algo que careciese de su opuesto. Mis secretos no eran compartidos por nadie. A través de los pasos intenté ordenar algunas palabras que desaparecían entre arbustos y zarzamoras.

De vez en cuando y de forma arbitraria, aparecía el muchacho caminando de espaldas dejando tras de sí un reguero de humo que me mareaba plácidamente pero no conseguía alcanzarlo. Tenía que ir apartando con ambas manos palabrerías y malezas para seguirle el rastro, hasta que finalmente desaparecía. Tomé oxígeno mientras desgranaba las palabras ambiguas de los versos del trovador hastiado con las que rompió el silencio, ahí sentado, descarnando su calvario que no distinguía entre amor a Dios y humano. No se desprendía del enfado de que fuera tarde para comenzar, y fue a refugiarse un letargo a su morada sin que le inquietase nada. No tuvo interés en acercarse a algo y darle valor. Tal vez eso es lo que me dijo en su estertor de despedida. A medida que avanzaba por estos vericuetos, veía más posible encontrar agua.

Al apartar unos matorrales, mi rostro tomó una forma extraordinaria desde el momento que contemplé el conjunto de cuerpos carbonizados en toda la superficie abrasada de la explanada circular. Luego les di la espalda y mi rostro volvió a su aspecto natural. ¡Menuda cólera!

Alguna de mis sombras se desprendieron de sus pisadas y huyeron. El olfato comentó que íbamos por buen camino ya que intuía el frescor de una cascada a punto de llegar. Una doblez zalamera indicó que la siguiera. Estaba rodeado, o desmembrado. Enfrente, un río al que no atendí para saciar nada, me preguntó cuál era la resistencia humana a la falta de agua, cuánta cantidad de días cabría en el aguante de un humano deshidratado.

Miré hacia todos lados con apariencia de perdido. En cierto sentido lo estaba aunque no tuviese lugar al que regresar. La oscuridad se echaba encima como de costumbre y se convertía en una y larga noche. Al ignorar muchos acontecimientos cotidianos, no me planteaba nada. Tampoco le daba vueltas a las ideas y ningún anzuelo me cautivaba. Dejé de buscar agua bajo el poder de esta luna menguante. El viento iba componiendo una carcajada que apagó todo lo anterior, y me dejó reposar. Hice un fuego oportuno, placentero en este espacio reducido y me expandí. Comencé a volar sobre toda esa montaña vertiginosa. Desde lo alto, las luces lejanas de la urbe me cerraban los ojos, luego los tragaba como quien traga cicuta. Seguí volando mientras parte del paisaje desaparecía en la sombra. Me pregunté qué habría sido de todas las vidas que sólo se volaron, que se vivieron desde lo alto sin dejar recuerdo ni cansancio, las que no trascendieron mas que en la conciencia de lo anecdótico por carecer de presencia “real”. De nuevo, creció una lluvia que daba rienda suela a la quietud que se hundía en el fango. Éste amortiguó la desplomada que venía de la noche. Estaba inmerso, completamente embarrado, y la respiración se entrecortaba para llevarme a la superficie. Era uno de esos momentos en que luna y sol se juntaban en un mismo hemisferio.

Sentí un dolor punzante en el pecho fruto de alguna enfermedad tangible. Temblaba todo el cuerpo que se acurrucó formando una esfera temblorosa. Al rato se marchó el frío y pude levantarme con la ayuda de un estimable árbol que me esperó firme y gentil.
Todo se movía a mi alrededor. Abracé esa enorme planta perenne que ordenó vehemente “deja de correr” a mi cabeza. Anduve unos pasos vacilantes que seguían a la intuición, como si fuese tras los rumores del bosque conocedor de mi salvación, y fui a topar con una docena de cuerpos calcinados sin poder saber si ésta era la primera vez que los encontraba, o eran otros distintos. En cualquier caso, el grado de la tragedia era el mismo, todo seguía igual. Tal vez el bosque olía extraordinariamente a hueso chamuscado. Algo me impedía acercarme a ellos. Si algún impulso me trajo hasta aquí, ¿por qué no podía ahora llegar más lejos y verlos más de cerca? – pregunté con una voz a punto de romperse y con la frente arrugada por la desmemoria de no recordar si ya había pasado por aquí antes de la noche embarrada.

Me abatí junto a un árbol seco y coloqué las piernas en ángulo recto, con la cabeza sumergida entre el hueco que dejaban. La sangre ascendió a la cabeza así que al levantarme tendría que realizar un movimiento lento para evitar un desequilibrio irremediable. Comencé ese movimiento bípedo, cuando de repente, tras los arbustos, una frondosa cascada me atrajo con un único movimiento veloz. Me desnudé en un santiamén y me sumergí en ella. El agua descendía por detrás de las orejas, por el cuello hacia la pelvis y las ingles, y se envolvía en espiral alrededor de los gemelos hasta perderse en la tierra. Tragué con el ansia del que tiene sed hasta que el estómago pesó como algo artificial al cuerpo, una barriga añadida de satisfacción, en todo caso. El sol tímido se marchó de puntillas, sin avisar que ya acabó este día. El agua dejó de caer durante la noche.

Una luz se hizo evidente a lo lejos. Se distinguía la presencia de un pequeño hombre barbudo que construía un gran fuego. Tenía puestos unos guantes que enseñaban sus uñas encorvadas y mugrientas. No cesaba de echar maleza colocada meticulosamente en el epicentro de la pirámide de leña. El fuego tosió una llamarada que fue en aumento, dejando iluminadas las manos de aquel viejo superviviente que asentía frente a la llamarada. Se giró y metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó unos pescados. Por algún motivo, mi corazón comenzó a galopar. El hambre comprimía las entrañas que veían un oasis de voracidad. Entretanto, el viejo colocaba el pescado sobre unos alambres entrelazados, y con un palo golpeaba el fuego que se esparcía reduciéndose a ascuas. Las sombras se apoderaron de nosotros y el viejo sin apenas alzar la cabeza me dijo: “Acércate, vamos.”

El olor oscilaba delicadamente entre nosotros. Nos rodeaba como si fuéramos un par de trigueros enlazados. Este secuestro de hambre del que estaba siendo liberado llegó a su fin. En un silencio litúrgico pensé que el hambre hacía delirar al hombre y que yo ya lo conocía, pero el fuego se apagó dejando un hilo humeante de cañón de pistola sobre el carbón que me calentaba y me concentré en ese placer zángano. El viejo desapareció sin percatarme de ello. Aún así, le di las gracias.

Esta noche era toda oscura. “La oscuridad es falta, carencia de luz”, por lo tanto, no era algo sino la carencia de algo. Ese era el lugar que ocupaban algunos contrarios que no significaban nada “en sí”, el lugar de los “sine”, de los “casi”. Todo en silencio, carencia de ruido. La oscuridad, el silencio, agentes que el hombre había interrumpido iluminándolo todo a su paso y llenándolo de algarabías; dos agentes naturales interrumpidos por el Hombre. El Hombre natural, una vez extinguido, aniquilaría también su naturaleza. Él, tan osado al pensar que provenía de su Dios, lo destrozaría todo hasta volver a definir la historia como “carencia de”. Robot: último eslabón de la cadena evolutiva.

Por el momento, estaba a punto de amanecer y el estómago sufría la disección que el aparato digestivo llevaba a cabo. Buscaba la última comodidad del fin de la noche antes de despertar del todo, pero el dolor aumentó. Tuve que buscar un lugar apropiado para defecar. Una vez en cuclillas pensé que, realmente, el paso implacable del tiempo, que no era más que una concepción humana, no lo soportaba. Se acercaba el fin de la antropología por culpa del onanismo del Hombre, que se destruiría a sí mismo. Inventamos el tiempo para asegurarnos el miedo a la muerte, y cada uno elegía la manera de morir sus últimos días, sin percatarse que todos eran sus últimos días.

Unos chasquidos llamaron mi atención que se quedó fijamente buscando el ruido. Una pequeña silueta se abría paso entre la espesura en dirección a mi presencia. Cuando retiró el último arbusto con su brazo, apareció su rostro blanco parsimonioso lleno de salud. Nuevamente, la reminiscencia rompió las cadenas de la memoria y mi rostro atónito palideció. Un escalofrío recorrió desde el lóbulo de la oreja hasta los dedos meñique del pie. La señorita comenzó a recoger un poco de leña y la seguí. Recopilaba porciones de bosque y los depositaba sobre sus brazos arqueados. No intercedía ningún invento humano. Ante el desamparo de haberla borrado de mi vida, fingí una naturalidad que creyó en este marco de égloga. Después llegó la concordia de dos personas unidas por idéntico ánimo de predisposición carnal y el momento se volvió torpemente nihilista. No intercambiamos una palabra. Pero la imaginé hastiada en esa espera que lleva de la vejez a la muerte.

Quedaba poco para que el sol se marchara a su ocaso, y se me ocurrió que podríamos perdernos juntos aunque ninguno tuviese dirección a la que apelar como destino, y que simplemente dominase lo intuitivo. Luego nos esconderíamos para colectar hojarasca y leña que iluminase la irresponsabilidad de nuestros rostros. Inspiré profundamente. Los brazos hicieron aspavientos que imitaban una extraña danza de cortejo. Ella se acercó a hurtadillas, camuflándose entre la algarabía de los insectos, sus ojos crecieron y el nervio óptico tintineó de inquietud. Sus pupilas se delataban a medida que el iris desprendía la retina. Retrocedí hasta la falda de un árbol que me cobijó.

Desperté sentado junto a un matojo de ramas y hojas secas. ¡Qué belleza tan efímera y fugaz la que se piensa! Dudé en si ella había estado físicamente en este bosque. Alrededor, unas hojas dejadas en el suelo humanamente reconstruían su silueta, callada y tal vez ausente, sin vida. La virginal señorita que me encontró tras la maleza, me dejó dormido soñando con su ojo; o un sueño que la trajo hasta espantarme en una noche sin fuego y sin luna. Esperé desanimado a que sucediese algo, a que llegase de repente un tren misterioso y fantasma lleno de bandidos sanguinarios que me secuestrasen para desaparecer. Quería sufrir cualquier pesadilla con los ojos encendidos.

Mientras esperaba, sentado como un primate con las piernas cruzadas, hice un agujero y cuando se parecía a él mismo, vacío y lleno de espacio, pensé una historia: “Una mañana se dirigió al andén de la estación y se apostó que únicamente subiría al tren fantasma. No apareció y se marchó”. Cogí esa historia entre neuronas y la metí en el interior del agujero. Después pensé una confesión: “Hoy he subido a ese tren”, y la coloqué encima de la historia. Por último, deposité un epigrama encima de todo, “Es mejor no saber sino imaginar”. Cuando los tuve a todos ahí, bien dispuestos en ese agujero funesto, los enterré. Atrapé una hoja que se escapaba y unas ramas pequeñas e improvisé un mausoleo de ideas. Luego medité en voz media: “El amor, de modo ineluctable, todo canalizado confío, y antes que el sepulcro espero, que algún día sea nuestro”. Dibujé una sonrisa laica y volví sobre la posición inicial de primate.

Los pensamientos insistían en conocer la diferencia entre haber pasado la noche juntos, y soñarla a la luz de aquel fuego sin luna, en la ladera del bosque, cerca de la cascada, semidesnudos. Pero lo cierto es que bien poco importaba si eran realmente reales, ¿cuál era la diferencia? Una vez se filtraba lo real a través de los sentidos, o lo irreal por nuestra imaginación, la experiencia era la misma. ¿Acaso no se podía explicar una teoría sin haber recurrido a la experiencia? ¿ No hablamos de la muerte y la tememos, siendo esta un mero concepto humano que nadie conoce? No encontraba una razón de peso para que ahora me importase la diferencia entre lo real y lo soñado, lo imaginado. Nos habían enseñado a vivirlo todo “en nuestras propias carnes”, pero lo emotivo no entendía esa dialéctica.

Eché en falta mi hatillo que no aparecía por ningún lado. No supe si su ausencia sucedió por desobediencia, rapto u olvido, pero me dispuse encontrarlo. Seguí el curso de un gusano que no me llevó al destino, y continué mi empresa a solas, inconscientemente a solas.

Durante el transcurso, todo fue recobrando un color más diferenciado, una gama más primaria y esclarecedora. Una grieta diseccionaba el pensamiento en dos: el racional y el intuitivo. Ciertas cosas no podían ser explicadas verbalmente, otro límite añadido. Los pensamientos intuitivos no tenían voluntad de ser. Un mero impulso, una simple intuición inexplicable resultaba necesaria para romper la quietud e iniciar el movimiento, un cambio que las palabras no podían concluir con su seductor discurso.
Pero eso iba contra mi voluntad, tal vez por desidia o porque verdaderamente no tenía ninguna tensión que tramitara el paso a la acción, al movimiento, permanecía en este ir y venir de lo que fuese aconteciendo por sí sólo, como si mi presencia fuese una circunstancia cualquiera en otras formas de vida. Eso explicaría mis continuas confusiones sobre los estados de percepción en los que me sumergía. Una realidad truncada por el surrealismo, un sueño transformado en pesadilla que me deterioraba la salud, y una imaginación escurridiza que me hacía olvidar las pesadillas. Entonces, me quedé quieto, dejando pasar de largo las circunstancias y las dualidades, y me planté como una pieza más del decorado. Lo que les quedaba de pensamiento a los humanos dormía plácidamente entre avatares tecnológicos y medicinas ilegales. Me quedó claro de lo que estaba huyendo, y lo resumía en “mi propio tiempo”. Escapé de las circunstancias de esta vida, pero me di cuenta de algo: no se podía escapar más que de una manera.

Mi nula vivencia se resumía en la brevedad del tiempo que existe entre un recuerdo y un olvido, justo en el instante en que la información se balancea para pasar de un bando al otro. Estaba acostumbrándome a vivir junto a mis sueños, pensamientos, y realidades, algo esencial para la supervivencia. Desdeñé en esa dirección los malos momentos vividos en las nebulosas mentales, en la realidad intangible. No tenía conflicto alguno. Había desaparecido y olvidado todo aquello que me oprimía. Ahora, únicamente tenía que solucionar la diatriba de mis realidades, sin que el origen de las percepciones importase lo más mínimo. Escapé de la locura refugiándome al margen del “Hombre-Masa” que no dejaba espacio para respirar. Llegué sin saber cómo a este paraje donde el fin de la lucha, la ausencia de conflicto, en definitiva, la paz, la tranquilidad, terminaron con la realidad sin matices. Esta muerte aparente la comprendía como una desaparición exacerbada de “mi propio tiempo” por lo que me ausenté en aquello que lo trascendía, la naturaleza. La percepción se me había distorsionado, eso lo sabía, pero las ideas iban pareciéndose más a ellas mismas. Había encontrado el equilibrio, “mi propio tiempo”, asumiendo carencias y defectos irreversibles y necesarios para que ciertas cosas pudiesen poseer la claridad con la que dan a luz. La asimilación fue simultánea a su paso por el cerebro, una especie de lucidez bien armada, preparada para la paz, para la muerte, para la vida, todo significaba lo mismo en sus opuestos. El equilibrio era la medida de las cosas y, todas y cada una de ellas desprendían su antagónico. Entonces, desde esta quietud contemplativa, el movimiento era innecesario. El movimiento humano que nos impulsaba a resistir vivos, con salud, era el que enfrentaba “normalidad” con “rareza”, mientras los unos señalaban con el dedo a los otros bajo las leyes del “demiurgo”.

Podían encontrarse pequeños genios, o borrachos nauseabundos que servían de escudo a la sociedad que no se descarriaba, ya que vivía gracias a ellos, y debido al miedo que éstos engendraban al “Hombre-Masa” que era quien daba la espalda antes de dormir. Yo destinaba horas y horas a pensar en el sistema social, en esa enredadera que fomentaba familias tipo hombre- mujer enfrentados, sin matices. Percibía los contrarios desde otro prisma que los que la sociedad mostraba. Este era el momento previo para un estudio que descartase cualquier posible precipitación.

Recurrí de nuevo a la dualidad de los opuestos, tratando de reafirmarme, y dibujé las hipótesis sobre la tierra. Un aro abierto que demostraba la posible salida. Tiré el palo lo más lejos que pude, pero antes de caer por la gravedad se topó con la naturaleza. Pensé que la sonrisa de un niño jugando con su padre, bajo la atenta mirada de la madre, se equilibraba con la flema del tiempo que otro niño se demoraba en encontrar en el cajón de la mesita de noche de su madre, una foto para el nicho de su padre.

Tras de mí, una presencia que había permanecido siguiendo todo el discurso me conduciría hacia la salida de esta “casi circunferencia”, sólo tendría que trascender al espacio colocándome detrás. Hizo el ademán de que la siguiera, y mi cortés intuición prosiguió. Me condujo junto a un árbol que enseñaba a sus pies una flor de color malva que no había visto hasta entonces. El asombro fue descubrir que la flor brotó de las entrañas del mausoleo donde yacían aquellos pequeños pensamientos que sepulté. La silueta me advirtió: “Es el momento de decir adiós”. Sentí un alivio a través de los huesos antes de despedirme del bosque.