miércoles, 8 de diciembre de 2010

...trozos de mis recuerdos



[...] No recordaba el momento exacto en que había recuperado el conocimiento, o más bien, en qué momento el conocimiento me había recuperado a mí. Tampoco recordaba cuándo lo había perdido. Recordé la fugaz sensación de dudar si continuaba con vida, pero a menudo sentía ambigüedades de ese tipo. Todo lo que sucedía alrededor se asemejaba a un pasado o futuro palpable, percibía una extraña sensación de ausencia circular.

Ahora esas gentes que me rodeaban con sus ojos atentos a lo que una voz indicaba, permanecían de pie, impasibles, con los rostros fruncidos de atención, como si me estuviesen memorizando. Así se debería de sentir un extraterrestre capturado voluntariamente, sólo que mi voluntad había olvidado la captura. Persistía un dolor de cabeza, hábito poco frecuente entre mis enfermedades.

Giré el cuello que chirrió igual que unos palitos secos. Recordé un sonido lejano, el de las ramas secas que yacían en los cementerios. De pequeño saltaba sobre ellas componiendo melodías funestas, hasta que algún familiar extraño me cogía violentamente del brazo ordenándome un “¡estate quieto, niño!" Mi abuela siempre salía en mi defensa y le respondía “¡deja jugar al niño, coño, que de gente quieta y callada ya estamos rodeados!” Yo no entendía muy bien lo que le quería decir, y entre avergonzado y arrogante, dibujaba unos círculos de hojarasca con la punta del pie, mientras mantenía mis manos educadas en los bolsillos.

Mi familia siempre se quedaba largo rato respirando frente a los nichos. A mí me resultaba muy gracioso ver las fotos de la gente que rodeaba a mi abuelo. No le había conocido, murió antes de yo nacer, así que él tampoco me había conocido a mí, aunque yo estaba seguro de que sí. Entonces me acercaba a sus vecinos, todos a rebosar de flores vivas, y les preguntaba que cómo era mi abuelo, si era simpático, si hacía muchas bromas, si se peleaba mucho con otros muertos, si quería a mi abuela. Ella, que me escuchaba, misteriosamente para mí, se acercaba llorando y me decía en voz muy baja mientras me abrazaba, “vamos, al abuelo no le gusta que chismorreen delante de él, se va a enfadar”, y volvíamos camino a la entrada. Yo comenzaba a saltar de nuevo porque estaba contento pero hacia la salida nunca nadie me dijo nada.

Giré el cuello hacia el otro lado, pero esta vez el ruido fue diferente y no me trajo ningún recuerdo. Sin embargo, vi a mi abuela tumbada en la cama de al lado, medio sentada, con las gafas haciendo equilibrio sobre la punta de su nariz, y con una pluma. Me preguntó si le podía ir a comprar papel de carta para escribirle al abuelo porque no podía ir a verlo al cementerio. Sonreí e hice el gesto oportuno con los brazos para apoyarme en la cama y levantarme, con la intención de ir al estanco más cercano y comprar lo que me había pedido. El ramo de batas blancas que me custodiaba empezó a moverse como hormigas desorientadas en la inmensidad de un metro cuadrado. Resultó muy ridículo verlos ahí perdidos en esta pequeña habitación doble de hospital, con esos uniformes pornográficos. Me inyectaron una dosis letal para mi conciencia y dormí durante tanto tiempo que cuando desperté, mi abuela ya no estaba. En su lugar, se enfermaba una señorita rubia que no superaba la mayoría de edad. Le pregunté si cuando ella iba al cementerio, trataba de sonsacar información a los otros muertos, pero a su familia le indignó esa pregunta y corrieron la cortina. Quedé aislado en mi mitad de habitación sin alguien que me rodeara. Estaba completamente solo tras el murmullo. Con nadie. [...]

[Pestañeo , parte II]