domingo, 13 de febrero de 2011

el niño callado


J. parecía el niño más feliz en estos precisos momentos. Una larga enfermedad lo había tenido apartado de cualquier contacto social que le perteneciese por naturaleza. Pero era su último día en el hospital. Al día siguiente le darían el alta. Llevaba unos veinte meses sin ver a sus amigos del colegio ya que desde poco más de un año permanecía postrado en una cama con tubos por todos los orificios inimaginables, pensando que este día jamás llegaría. De hecho, había dedicado más tiempo a tratar de entender su destino, esa mala suerte de salud que le había tocado, que otros pensamientos propios de niños, como el divertimento o el magnicidio. Casi ni recordaba las caras de sus amigos, ni sus gestos o bromas, solo sabía que esta vida que había llevado durante este tiempo no era la propia de un niño de su edad. Era más bien, vida de abuelos, locos o ambos. A menudo pensaba en viejos locos y se le aparecía su cara en ellos (su único divertimento), hasta el día en que su madre le comunicó que todo iba a ser como antes, que iban a volver a casa juntos y ser una familia y todo eso. Pero el chico ya no recordaba nada. No recordaba lo que era antes de estar en esa cama blanca y dura. Cerraba los ojos y todo lo veía de color blanco, sin ningún recuerdo. Su madre lloraba de felicidad, pero el niño simulaba la felicidad del que se cura, sin dramatizar. No sabía ni tan solo qué enfermedad había tenido. Lo único que tenía claro era que no había tenido que estar ahí, pero, ¿qué le esperaba afuera? Esa felicidad de la que tanto le hablaba la madre atrtopellándose en sus palabras no le prestaba ningún sentimiento de alivio. Lo único que le aliviaba era el silencio de la noche, cuando todos ya le dejaban descansar. De hecho, se pasó innumerables días haciendo ver que descansaba, cuando en realidad rezaba para que todos dejasen de hablar de él. Ése era el remedio que había encontrado a sus ocho años de edad.

Al cabo de una semana, volvió la madre con el niño al hospital. Desde que salió tras veinte meses, no había pronunciado una sola palabra. Y nunca más lo hizo.

por fin en casa

Esa noche, M. C. llegó muy tarde a casa. Anduvo como deshaciendo el mismo camino que con tanta minuciosidad había ido construyendo para su regreso del trabajo a su cama. Porque sabía que lo único que le esperaría en casa a parte del frío de su consciencia era el frío de su cama. Y porque sabía que esta sería su última noche en la ciudad. Siguió titubeando en la puerta del ascensor y subió por las escaleras. Abrió la puerta de su casa, se dirigió al baño, se miró al espejo y se preguntó: ¿por qué he llegado hasta aquí? Desde la omniscencia no se puede asegurar si realmente se hacía esa pregunta con una intención profunda, o si simplemente estaba tratando de dar significado a una decisión para la que todavía no había encontrado respuestas. 


A M.C. le gustaba perfumarse al llegar a casa. Abrió el segundo cajón del mueble del cuarto de baño, cogió la pistola y se llevó el cañón a la cabeza con el mismo gesto que noches anteriores se apuntaba con el perfume. Entre el frío de su consciencia y el frío del arma sintió como si una serpiente recorriese toda su columna hasta introducierse en la pistola. En ese momento tuvo miedo. Sabía que estaba cargada. Sin embargo no había ningún indicio de desesperación,  impaciencia o arrepentimiento. Sólo seguía preguntándose frente al espejo ¿por qué? Apagó la luz y notó una voz cálida en su mente que provenía del espejo advirtiéndole: "¿Acaso eres tú este reflejo?" Como no supo qué responder, cerró los ojos, y de la misma manera que otras noches conducía el difusor del perfume hacia la sien y sentía un escalofrío que le indicaba que el día había terminado, esa noche apretó el gatillo de  la pistola y no sintió nada.

llego tarde a una cita

Parte 1

Como a la mayoría, no me entusiasma mi trabajo, pero no me quejo ni le echo las culpas a los turnos o a los sueldos, sin embargo hay un momento al día en el que todo tiene sentido de camino al trabajo. Ahí está, siempre tan puntualmente misteriosa en el cruce de Provenza con Calabria, que es desde donde se unen nuestros caminos todas las mañanas a las nueve menos diez, hasta el andén del metro Hospital Clínic. Ciertamente, no sé con certeza si nuestras miradas se cruzaron alguna vez, pero yo siempre tengo preparada mi mejor mueca para corresponder a su saludo. Una leve sonrisa hacia la izquierda, y una mirada sugerente y amañada, aguardan con inquietud el ser correspondidos por esa enigmática mujer. Como imantado llego tras sus pasos al andén y corrijo ciertas frases que ahora me parecerían más oportunas si un fortuito encuentro se produjese. Ya casi lo tengo todo preparado. Claro que, hace ya bastante tiempo que disfruto de este pequeño momento matutino. No le hablaría del trabajo, eso por supuesto, pero trataría de tener reflejos para sus primeras palabras. Luego un chiste leve, nada cómico, pero incisivo para esas horas. Ni siquiera trascendente, pero que despertase su curiosidad, y tal vez la osadía de que reconociese que ella también se había fijado en mí desde hacía tiempo. Era una especie de ángel de la esperanza que un día tras otro se me aparecía para decirme que ya quedaba poco para…pero pasaban los días, y hoy no parecía que fuese el definitivo. Mientras esperábamos, ajenos entre nosotros, el tren, ella se dispuso a leer. Ya sabía qué libro era, llevaba con él tres días. “Bartleby, el escribiente”. Yo jamás le interrumpiría, pero habrá un hecho, el día menos pensado que tal vez nos una para siempre.

Parte 2

Hoy ha cambiado mi vida. Cualquier hecho repentino puede provocar giros tan bruscos…estoy desorientado. Esta mañana, en el semáforo de siempre, no estaba ella. Como es natural, empecé a hacer mis propias y graves especulaciones, dándole una trascendencia desmesurada a nuestra anónima existencia en común. Me iba la vida en ello y sin embargo ni la conocía. Me di cuenta de lo innecesario que puede llegar a ser el conocimiento cuando dentro se siente lo que yo sentía. Tal vez la habían echado del trabajo, Dios mío, qué tragedia, eso sería un duro contratiempo… pero con suerte, estaría en casa, enferma, durmiendo la fiebre, arropada y tiritando, como una estrella. Cuando llegué al andén me quedé mirando fijamente el hueco de su figura, la ausencia de su presencia. Pero de repente, ese hueco se llenó. Era ella. Respiraba con paso acelerado y estaba intranquila y cuando me quise dar cuenta, me estaba mirando fijamente a los ojos, extenuada. El tiempo se ralentizó, sus labios se unieron para dar lugar a las tan ansiadas primeras palabras. Tal vez hasta compartiríamos el trayecto, y ya estaba pensando como encarar la conversación, que no decayese, una broma sobre las prisas… Y mis pensamientos fueron interrumpidos por su voz, maravillosa, que preguntó: “¿Sabes si tardará mucho el metro en venir? –mientras, seguía respirando acelerada, y continuó- es que llego tarde a una cita”…En ese momento, antes de que me diese tiempo de contestar, aparecieron las luces a través del túnel, y el ruido, y el tren acercándose…Ella inspiró hondo, aliviada, y se tiró a las vías.

el reloj

Decían de él que no era persona de fiar. Hacía ya un tiempo que rondaba por el pueblo, y sus gentes lo miraban con el recelo del extraño. En el pueblo nunca pasaba nada. A eso estaban acostumbrados los lugareños, y eso sí que lo veían con buenos ojos. El ayuntamiento no tenía reloj ya que las rutinas de cada uno eran más puntuales que los relojes que el ayuntamiento había tenido en el pasado. En la última junta de vecinos se decidió por unanimidad desinstalar el reloj y no volver a lucir uno. Ninguno del pueblo utilizaba tampoco uno de esos de muñeca o bolsillo. Y la última vez que vieron al relojero del pueblo fue cuando el último reloj que vistió la fachada del ayuntamiento descendía alicaído entre dos operarios hacia el cementerio del tiempo. De eso hacía ya más de una década, o como diría cualquiera del pueblo: “hace más de diez años, tres meses, doce días, cuatro horas y veintisiete segundos”. Todos poseían esa pequeña peculiaridad en el pueblo. Podían calcular el tiempo exacto de cualquier situación ocurrida en el pasado, claro está. Eran gente tranquila, de campo, humilde. Jamás vieron amenazada su cualidad hasta que llegó ese extraño. Era joven pero parecía viejo, o viceversa. Los del pueblo nunca decían nada de él, pero en sus ojos cabía todo el rechazo que se pudiera tener a alguien desconocido. Contaban las milésimas de segundo que quedaban para perderlo de vista, pero las milésimas pasaban y pasaban...hasta que un día, al amanecer, un grito llegó a todas las esquinas del pueblo. Y en unas tres millones de milésimas coincidieron en el mismo punto, enfrente del ayuntamiento. En lo alto de la fachada, un reloj impecable marcaba la hora exacta. Todos se miraron entre sí, con nerviosismo, hasta que alguien gritó: “No está! El extraño no estáaaaa!!!”. Y ese reloj permaneció ahí, con una exactitud propia del tiempo cuando se detiene, igual que las vidas de los desconfiados lugareños de este pueblo.

ella desmemoriada


De repente, se encontró en una habitación de hospital sin recordar absolutamente nada. Ella miraba en todas las direcciones tratando de alcanzar algún recuerdo, pero su cara de espanto delataba el fracaso. Las ventanas estaban completamente cerradas y no tenía compañero ni compañera de habitación, aunque en ese momento ella hubiese preferido la enfermedad de alguien para poder preguntarle algo. No recordaba nada. No recordaba nada pero sabía que estaba en un hospital, y que lo que se abría en ese momento era una puerta, y que lo que entraba era una persona de sexo masculino, y que esa vestimenta era propia de un doctor. “Buenos días, veo que ya estás despierta, ¿cómo has pasado la noche?” preguntó el doctor con voz de doctor. “No recuerdo nada, ¿por qué estoy aquí?, ¿Qué me ha pasado? Dígame algo” advirtió ella con voz de paciente mujer. “Tranquilízate, tómate estas píldoras, y descansa, vendré dentro de un rato, quieres que te traiga algo para leer?”. “No, me duele mucho la cabeza y...”. “Bueno, ahí tienes agua, luego nos vemos.” Y salió. Ella giró la cabeza hacia la mesita de noche buscando un reloj para saber qué hora era, pero no había ninguno, y en su muñeca tampoco, aunque tuviese la marca pálida del que normalmente lo utiliza. Empezó a sentirse inmóvil, quería toser y no podía, lo que le puso más nerviosa todavía, y quiso llorar y tampoco pudo, y quiso llamar al doctor pero éste entró sin ser llamado.
El doctor la desvistió mientras los ojos de ella se abrían de par en par sin entender nada. No reaccionaba y el doctor con una sonrisa pérfida comenzó a tocarle los senos suavemente. No podía gritar. La piel de ella se ponía de gallina, mientras sus ojos se ponían lacrimosos. El doctor abrió el telón de sus pantalones y sus felices genitales entraron sin pedir permiso en los de ella. Este trámite no duró demasiado tiempo, o por lo menos él se quejó de eso. Cerró el telón, la vistió, y le dio nuevamente su medicación mientras le dijo: “Tienes fiebre, será mejor que te traiga un poco de Rohipnol, ahora duerme y descansa”. Y salió por la misma puerta que entró, ya que solo había esa. Ella empezó a notar cómo su vista se difuminaba en una niebla cada vez más espesa. Sentía ganas de llorar pero no podía, y perdió la consciencia. El doctor entró de nuevo, le abrió la boca pero esta vez sólo introdujo una pastilla en su interior.
Al cabo de unas horas, ella abrió los ojos y se encontró en una habitación de hospital sin recordar absolutamente nada. Miraba en todas las direcciones tratando de alcanzar algún recuerdo, pero su cara de espanto delataba el fracaso. Las ventanas estaban completamente cerradas y no tenía compañero ni compañera de habitación, aunque en ese momento ella hubiese preferido la enfermedad de alguien para poder preguntarle algo. No recordaba nada. No recordaba nada pero sabía que estaba en un hospital, y que lo que se abría en ese momento era una puerta, y que lo que entraba era una persona de sexo femenino, y que esa vestimenta era propia de una doctora. “Buenos días, dijo la doctora”.

encuentro con Pedro Ruiz

El martes hacia las 21'30h salía yo de clase de Lenguaje Musical y caminaba apresurado hacia la estación de tren de Badalona para coger el tren de las 21'30h que siempre llegaba con algo de retraso. A mitad del camino me pareció que iba a adelantar a Pedro Ruiz, me fijé si verdaderamente era él, y en efecto, él era. Conversaba con otro hombre de unos cincuenta años, pero peor llevados, que lo agarraba del brazo, y por alguna sinrazón me animé a saludarlo:
- Hola Pedro, sabes? Me caes bien - le dije sin pensar, además le llamé por su nombre de pila en vez de Sr. Ruiz, o Pedro Ruiz, por lo que dado su carácter impetuoso, ya esperaba que me mandase al cuerno, pero fue más rebuscado que todo eso.
- Ah, sí? Y eso por qué? - preguntó como para ponerme nervioso.
- Bueno... porque... te tengo por un "libre pensador", y ...
- Y eso que piensas que soy, qué es? - dijo mientras mis nervios pasaron de contraerse a dilatarse.
- Pues, que me cae bien la gente que no necesita un decálogo ideológico que le defina ... o le limite, claro. Me refiero a que, de alguna manera, la gente tiene la necesidad de pertenecer a algún grupo determinado, que encima, te enfrenta a otros... y no sé, la gente que va por libre y que sin embargo no se siente al margen, ... me cae bien...
-...al margen... de la sociedad? - preguntó Pedro.
- Exacto, la historia es ir más allá del propio grupo. Es como la burocracia, inventamos un sistema para controlar ciertos aspectos de la vida, y nos acaba controlando el sistema a nosotros.
- Y como querrías tú que fuese la burocracia, flexible?
-Coño, pues claro, me refiero que las normas tienen que existir por y para la gente, y tienen que ser flexibles a los casos particulares. Y eso es trabajo de los burócratas, que tendrían que pasar de ser "tuercas" del sistema, a "venas" del sistema
-Me gusta esa analogía... pero te estás perdiendo -dijo Pedro con una sonrisa más cercana que su voz. Parecia nervioso...
-Bueno, la gente librepensadora entiende las cosas con sus contradicciones, mírame a mí, iba corriendo para que no se me escapase el tren, y ahora incluso camino sin prisa alguna, como si te estuviese acompañando a algún sitio.
-(risas) Ya... bueno, me has dejado mudo... -confesó Pedro perplejo - tú, sin embargo, vas de un tema a otro, ... debes de ser un tipo muy solitario...
-Bueno, por dentro más que por fuera - y en ese instante se detuvieron en una esquina, y el señor que acompañaba a Pedro interrumpió con un "bueno...vamos?", así que dándome por aludido me adelanté a despedirme.
-No interrumpo más, un saludo, y siento la pérdida de tu madre.
-Gracias ...
-Adiós... ah, ¡y deja ya de hurgar en la basura! -le dije... como para que me tomara por un tarado...
-Vaya joven surrealista - murmuró entre risas inquietas.
Mientras, su acompañante le agarró del brazo y le empujó a seguir. Unos metros más adelante, giré la cabeza para ver por donde iban, joder, y el reflejo de una farola iluminó la pistola con la que el acompañante le estaba apuntando mientras se dirigían a un cajero. Se detuvieron en él ... rápidamente pensé: mierda... se me va a escapar el tren!!! Arranqué a correr y llegué justo a tiempo. Mientras subía se oyeron dos disparos. Me senté y me dio un ataque de tranquilidad. Otra historia más... pensé.
Al llegar a casa, mi mujer me preguntó enérgicamente:
-Has visto que se han cargado a Pedro Ruiz en Badalona? Qué fuerte!!!!
-No... qué ha pasado? ...cuenta...