jueves, 2 de agosto de 2012

trabajo bien hecho


En aquella celda solo estábamos él y yo, aunque habían cuatro camas. Y en cada ruido ya imaginaba los pasos del siguiente preso, como si no deseara una nueva compañía, un tercer hombre. Porque el segundo quería verme muerto, y no por una razón directa sino más bien, o eso quiero creer yo, por su necesidad de tener cerca un enemigo.
Me costaba trabajo conciliar el sueño. Mi compañero de celda no tenía párpados así que se pasaba toda la noche con los ojos en blanco y abiertos de par en par. Alguien se los había cortado como señal de haber presenciado alguna escena que no debía de ser presenciada, y en vez de arrancarle los ojos o dejarlo tuerto, la señal fue rasurarle los párpados, quedándole esa cara tan inquietante como es la cara del que no pestañea. Ahora ha de cumplir condena por homicidio. Él presenció algo que no debía, y se vengó asesinando a su tortuoso cirujano. Así son las naturalezas de las venganzas.
Él desconfiaba de mí, imaginando continuamente que yo venía a acabar con su vida, así que tuve que contarle historias disparatadas y complejas para mantenerlo entretenido a preguntas. Pero en realidad, él tenía razón. Yo estaba aquí justamente para eso: matarlo. Y fue fácil: conseguí un veneno que cambié con cautela por el líquido lagrimal que utilizaba para poder limpiar sus ojos que no pestañeaban. Y tuve que hacerlo antes de que llegase un tercer hombre, y así fue. Nada rápido, sus ojos se desorbitaron y acto seguido sufrió un infarto cerebral más uno al corazón en cuestión de minutos. Tuve que acallar sus gritos con algo de asfixia también. Después de todo, su cadáver no me impresionó. Era como si estuviese dormido, sin sus párpados, y yo con insomnio, como todas las noches hasta la de hoy, que podré dormir tranquilo gracias al trabajo bien hecho.