domingo, 3 de abril de 2011

...trozos de su infancia (o cómo una madre es capaz de prostituirse por la merienda de un hijo)

Corría un tiempo en que, verdaderamente, no se podía estar uno quieto. Eran los años cuarenta del siglo veinte. Los tres hermanos varones de la casa salieron a recoger algo de leña para la estufa, el brasero, y la chimenea. Lo hacían cada tarde antes de merendar, aunque no hubiese para merendar, o antes de que el padre llegase del trabajo, cuando tenía trabajo, o antes del anochecer. Iban los tres como jugando sin darse cuenta, la rutina ociosa de los niños, hacia el bosque. No había más que cruzar la calle principal de entrada o salida del pueblo, y adentrarse entre la maleza que hacía de muros de un par de caserones; el del señor Damián, y el del señor Venceslao. No resultaba nada peligroso el camino que les conducía hacia la leña, aunque eso no impidiera encontrar sus propias aventuras. Quizás, la ausencia de peligro les hacía ser más imaginativos en vez de más bobos, como uno pensaría.
Una vez recogida la leña suficiente como para poder volver al día siguiente, se acercaban a la casa del señor Damián, y tras unos arbustos, observaban fijamente el pozo donde según contaban otros niños mayores en el colegio, una vez cayó Matías, el único hijo, antes de morir quién sabe si por la altura o simplemente ahogado. Pero lo más emocionante, el momento que con más ansia esperaban y que más les intrigaba a los tres pequeños era ver al señor Damián recogiendo agua del pozo, y se preguntaban qué sabor tendría, o si le asomaría un brazo, o si tal vez el padre había llenado el pozo hasta arriba para sacar a su hijo, o si lo había dejado ahí en el fondo, pudriéndose. Hasta llegaron a apostarse las colecciones de chapas para el que lo sacara de ahí. Cosas de niños. Después del segundo cubo de agua que el señor Damián había sacado, se dio cuenta de la presencia de los niños y con un aspaviento los ahuyentaba. Así todos los días.

Entonces, corrían hacia la casa del señor Venceslao, donde a unos quince metros de los arbustos que lindaban el terreno, había una higuera de la que robaban unos cinco higos por cabeza, y salían corriendo de nuevo, en busca de la leña que habían dejado por ahí tirada, tras escapar del señor Damián y su pozo. Colocaban los higos cuidadosamente entre la leña por si se cruzaban con alguien por el camino, que no sospecharan que venían de robarlos de la casa del señor Venceslao, aunque seguramente, todos en el pueblo lo sabían. Al llegar a la casa, excitados de imaginación, riendo saltando, jugando, “el que pierda al pozo!”, veían cómo su madre siempre les estaba esperando en el umbral, con la cortina echada para un lado. Ella les observaba con detenimiento y ternura. Y sobre todo, la madre se fijaba en la manera en cómo sus tres hijos depositaban la leña. Si la tiraban al suelo, la merienda sería pan con aceite; pero si la dejaban con cuidado, ya podía ir a buscar unas servilletas y comer los higos. Mañana por la mañana, la madre iría a casa del señor Venceslao, a darle algo a cambio de los higos que sus hijos habían robado, pero eso ya es otra historia.