Después de asimilar una desgracia, y
tras no haberme podido despedir
con hermosas y memorables palabras, el
destino injusto de la mano me contuvo
al viaje póstumo que fue el deseo
último de mi difunto padre.
Tiempo atrás me imperó con su tono
caballero,
ya ciego y sordo entre elogios y
esperanzas,
que sus cenizas volaran, que las
metiera en su emigrante maleta y me fuera con ellas
a una isla del otro hemisferio, al
cielo virgen de las alturas, y lo dejase
irse para siempre entre nieblas, nubes
y espesuras a donde la corriente le ofreciera
un lugar para reposar siendo polvo en
el ágora donde todos callan,
sobre un cadalso lleno de inocentes
descansando sin más.
Y así fue como lo dispuse todo:
no fue ni isla ni península sino
tierra firme en continente;
no fue el otro hemisferio, ni uno
desconocido sino el mismo,
mas una vez en las alturas, elevándose
un vértigo insaciable a través del cielo despejado
esperando el lugar acorde, el momento
oportuno, el viento favorable,
agarré con fuerza su maleta llena de
él, recé elogios mundanos, alabanzas sin melancolia y procedí,
abriéndola al vuelo y viendo descender como con vida, planeando sus
cenizas,
mil colores que dejó un cuerpo, el de
mi padre, como un mandala flotando en los cielos,
sin tiempo ni cadáver, donde ahora
decansa por fin sin fobias ni rencores despreciables.
1 comentario:
Ole! me gusta tu relato!
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