jueves, 9 de septiembre de 2010

alzheimer


Por la mañana, no muy temprano, bajé a pagar el recibo atrasado de teléfono. De camino al banco, me fijé en el anuncio de un bar de esos de "los de toda la vida" donde padres y abuelos se emborrachaban con anís o tragaperras, y donde varias y variopintas putas hacían cola tras la puerta del cuarto de baño para aliviar sus entre piernas. Luego, todos terminaban compartiendo los unos con las otras sus fracasos ajenos. Hace poco tiempo que el bar cambió de dueños y pasaron de hacer tapas de callos gratis a caipiriñas a mil pelas. Lo que en realidad me sorprendió, como decía, fue la foto del anuncio que colgaba en la cristalera de la entrada.

No era un anuncio de clases particulares, ni canguros a domicilio, sino un trágico din A-4 con la alarma de socorro por un anciano perdido. Bueno, perdido en su mente, es decir, que era un viejo con alzheimer que se había extraviado de su familia, justo hacía hoy veintiséis días. Eso fue lo que captó mi atención ya que la fecha en que, supuestamente, se había perdido coincidía con mi cumpleaños. A parte de la casualidad, pensé en la dejadez de los nuevos dueños de ese bar, ahora "de esos modernos", de no retirar el cartel porque me parecía inverosímil que todavía no hubiese aparecido.

Estuve a punto de entrar al bar para explicarles que en este país de mierda la policía actúa con una lentitud pasmosa pero atropellada y, probablemente, ante la alegría del reencuentro, los familiares habrían pasado por alto el recorrer por todos los lugares donde antes dejaron los avisos de socorro para retirarlos. Pero entre esos pensamientos, enfoqué la mirada al dichoso recibo de impago, mientras mi cuerpo se chocó con un anciano. Sin duda, era el de la foto del aviso. ¿Seguiría perdido?, ¿era eso posible?

Hicimos unos pasos laterales dubitativos hasta que nuestros cuerpos se esquivaron con nitidez. En ese lapso, lo observé con toda la atención que mi fantasía permitió, pensando que encontraría algún rasgo en su rostro que no coincidiera con la foto de la cristalera. Pero, irremediablemente, seguía siendo él.

No pude evitar seguirle unos metros con pasos asonambulados, como si el anciano me paseara a mí como a un perro taciturno. Le seguí como jamás siguió un hombre a una mujer, con toda la atención de mis sentidos. Tenía un libro en su mano derecha, pero no podía llegar a leer el título. Como si eso desvelase el final del paseo del impago bancario.

Comencé a aumentar la distancia para evitar cualquier sospecha o intuición. Claro que luego, caí en la cuenta de que el señor, de seguir perdido, no sería consciente, y si así fuera, no sospecharía de que alguien como yo, con ese recibo telefónico en la mano y la ropa puesta del revés, le hiciese daño alguno.

De repente, el viejo se detuvo, y girándose sobre sí mismo, me miró con descaro a los ojos y torció una pequeña sonrisa. Siguió caminando y se sentó en el primer banco que había de camino. Yo, que había sido descubierto de alguna forma, me atreví a acercarme sigilosamente a su lado como si al mediodía pudiese despertar a alguien desde la calle. El anciano dio tres golpecitos con su mano izquierda sobre las barras de madera que hacían de sofá victoriano para vagabundos. Ese fue el ademán para que tomase asiento junto a él. Y eso hice.

Me miró con atención observando: "¿Te gusta leer? Seguro que sí, de lo contrario no me habrías seguido hasta aquí. Pero esto no es ninguna historia de leer porque, ...me has visto en los carteles, ¿verdad? ¿Te imaginas que no fuese yo ese viejo de la foto, y me estuviera haciendo pasar por él, sólo para sufragar tu historia? O por el contrario, imagina que estoy huyendo de mi familia mientras ellos buscan su inminente herencia vestida con mis ropas... jajajaja."

Hubo un silencio que el viejo distraía dibujando un pequeño círculo con la punta del zapato. Tomó aire y musitó: "Los carteles los he inventado yo porque hace veintiséis días que te estaba esperando. Si quieres, mañana te acompaño a pagar ese recibo, hoy ya han cerrado los bancos."

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