jueves, 9 de septiembre de 2010

ocaso


Y sin embargo, nos quedamos callados, mirando el uno al otro, disimuladamente, sin decir una palabra, dando pequeños besos a la cerveza más fría que se nos ocurrió. Pero quizás, ambos supiéramos que no hacía falta decir nada. O quizás ninguno se atreviese. O simplemente, no había nada que decir. Dos de los cuatro ojos se rindieron y casi sollozan, pero la interrupción fue oportuna. No sería la primera vez que cuatro de los cuatro ojos sollozan. Pero este no era el momento, el día había sido demasiado bueno como para acabar así, dije yo. Sólo teníamos que terminar de besar nuestras cervezas, y firmar que el día había sido extraordinario. Mientras firmábamos, nuestras timideces se dispusieron a contarse algún que otro desánimo. Uno de ellos: soledad. Esta vez no es un nombre de mujer. Un ratito más tarde, salimos a la calle. Ni siquiera hacía frío, cosa nada normal en el mes de diciembre. Caminamos juntos con nuestras bufandas dirección al final del día, hacia el ocaso. impagable de unas horas tan aparentemente normales, tan aparentemente como cualquier otras. Pero este hoy se disfrazó de paroxismo. Ahora, miro a mi alrededor, mientras pienso cómo fue todo este día, y si lo podrá volver a ser.

Al día siguiente, solo pude confirmar que pasé con ella su último día de vida, paseando alrededor del hospital donde estaba ingresada, igual que un par de presos comunes. Dicen que no sufrió, o que por lo menos, no sufrió anoche. Estaba sola. Pero ahora que se ha ido, ya no lo estará jamás.

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