jueves, 9 de septiembre de 2010

parte iv


Caminé unas horas de soledad alpina, entre árboles sudores, frío y ampollas. Los ojos iban jactándose del cambio, del proceso, de esas pequeñas luces tímidas que provocaban que la consciencia desde la montaña tuviera otra perspectiva.

Inspirando me sentía en Eolia convertido en Dios del Viento, soplando por encima de todo. La ciudad que tanto ahogaba, se condensaba en un ácaro desde esta cima, y anochecía invisible. Soplaba nuevos aires al respirar sin memoria, como un niño, completando el círculo que une a viejos con infantes, cumpliendo con la vuelta hacia la eternidad tras esta interrupción que es la vida. Espirando armónicamente todo me pertenecía, el firmamento entero contrarrestaba el murmullo baladí de las nuevas ciudades. Sólo tenía que respirar profundamente y descontaminarme de la coraza residual de la cultura.

Descubrí los restos de un fuego extinguido que habría servido de calor para algún animal. Observé que había olvidado tantas cosas que hice por primera vez... estaba perdiendo la memoria. Me acerqué a las ascuas negras y aún humeantes. Quise reconstruir su figura, su sombra, su rostro, pero el fuego de la salvación iba purificando y simplificando mi historia hasta reducirla a cenizas. El viento, a su aire, cómplice del fuego, untaba el espacio de eternidad mientras todo recobraba una simpleza natural que el ser humano había olvidado, descartado. Pronto estaría fundido con ellos, volando sin cuerpo, etéreo como el fuego que calentaba las palmas de las manos formando la calidez que acompañaba la claridad de la noche sobre la húmeda montaña.
No había nadie más. Desde lo alto, la distracción humana resultaba insignificante, nimia. Miré el techo de destellos, aves, bostezos, hasta que llegó la noche vestida de negro y me abrazó. Dormí con ella hasta que finalizó el entierro con media sonrisa.
Qué felicidad esperar la muerte, la simbiosis, un estado de no-dolor continuo.

Amanecí entrelazado a una manta junto al rocío. Tuve tres sueños esa misma noche, uno por cada postura sobre la tierra. Pasó el otoño, mi estación favorita, y no me había dado cuenta de nada. Un escalofrío recorrió mi espalda con la sensación de haber vivido ya este pensamiento, pero no conseguí adivinar cuándo. Sentí en las ráfagas de viento el rebufo de unos labios que apagaban el fuego de mi boca. Había estado sangrando así que pensé ir en busca de agua. Cogí mi hatillo y al poco tiempo oí murmullos. Rompí la obsesión de la distancia por la distancia y les dediqué un beneficio ingenuo que me separaba de la misantropía.

Ninguno de ellos podía salir de su amanecer, del despertar de la oscuridad que los había envuelto entre ríos de vino, cadáveres andantes, y excrementos. Se habían establecido en una pequeña explanada circular, casi ausentes de la vida animal, faltos de sus propios ojos, sin mirada. El bosque les había rodeado, o más bien encerrado. Pensé que en todo el mundo habría prisioneros. El río que se olía de lejos les mantenía en un estado de “casi”; la explanada les sostenía sobre la faz, mientras las historias de esos hombres y mujeres fermentaban accidentalmente la tierra.

Los pies desobedecieron mis pasos y se perdieron entre unos trazos teñidos de silencio. Tomé asiento en una roca erosionada y firme, y me quedé ahí durante largo tiempo tratando de recordar el inicio de todo esto, el primer motor que me condujo hasta esta piedra escondida entre caminos mudos. ¿Vendrían del mismo lugar de donde yo procedo, y ese sería mi ineludible destino? No me resignaría a la agonía de una espalda llena de adoquines entumecidos por este tiempo de vómitos. Venía buscando algo diferente, era otra la necesidad. Entonces todo se redujo al miedo, y mis pensamientos quedaron enmarcados por él. No sabía si me acercaba o me alejaba en esta oscuridad prolongada y sorda. Tampoco tenía punto de partida al que regresar. Los recuerdos iban desintegrándose, ya ni siquiera sentía el tiempo que él mismo había ido asesinando, el mismo que con su implacable crudeza estaba forjando una insensibilidad que no se detendría ante nada, igual que los recuerdos que pasaban de largo por la memoria. Aún así, desde la quietud de la montaña, parecía más calmado. No tenía prisas. Soplaba viento y olvido, flotando en las brisas que desafiaban la caducidad de mi memoria. El tiempo continuaba en este espacio.

Necesitaba agua para poder tragar este instinto de supervivencia. Di un paso y me sentí aislado, y con el otro, vacío. Me volqué pero no cayó nada bajo los pies de este camino, y por más que olfateara no encontraba agua por ningún lado. Su olor se había esfumado y sólo la intuición me empujaba sobre este camino torpe y oscuro. En cuanto encontré un lugar bien amueblado, desistí de la tarea del agua. El sitio era realmente apetecible. Descansaría y esperaría a que las gotas madrugadoras fuesen suficientes. Rompí un pañuelo y coloqué sus pedazos bajo las hojas más frondosas. Puse el hatillo entre las piernas y me arropé con la manta. Aún así, tenía frío, pero no sabía qué hacer con él.

Estaba preparado para dormir, pero no soñé nada. Sabía que debía ausentarme, aunque primero tenía que encontrar aquello que me lo impedía. Al nacer el día comprobé que no había acumulado nada de agua, así que recogí los pedazos de pañuelo y respiré hondo antes de ponerme en movimiento.

Observé lo innato de la naturaleza subido en un punto de inflexión que daba vértigo. Desde ahí, se veían los órganos de una madre que conocía los secretos y respuestas que escapaban a la razón. El bosque latía bombeándome de bruces contra el suelo. Podía ver el cielo con su agujero al desnudo abriendo un hueco al espacio que nos oprimía. Quedé boquiabierto unos instantes ante el vacío, fijamente, estirando los brazos para tratar de alcanzarlo, como un bebé uterino que avanza hacia la muerte. Era la cantidad necesaria que equilibraba el elenco de sustancias, de materias contrarias, con la precisa tensión que permitía la existencia. ¿Cuál sería la constante que va del nacimiento hasta la muerte? El pensamiento, los actos, el tiempo, las circunstancias: rieles en un proceso de aprendizaje forzado que conducía al receso de la memoria, al olvido, y también al conocimiento, una aparente contradicción. El deterioro resultaba proporcional al aprendizaje intrínseco, y así concluía el círculo de la existencia animal, en un conato de conocerse a sí misma. Dos puntos que formaban una línea, que deviene círculo; dos puntos opuestos de partida que llegan a asemejar el nacimiento con la muerte. Un círculo, una misma cosa. Todo en su esencia era circular, con sus extremos cercanos en el mismo polo. Grité con toda mi voz. Aaaaaaaaaah!

En este bosque perifrástico, empezaron a llorarme preguntas, pensamientos, hipótesis, como una fina y raspante llovizna que anunciaba tormenta. Tras esa tempestad tendría que improvisarse un cementerio de flores para que la enjuta caricia de la brisa fuera más decidida. Cuando fuese consciente de la tormenta ya estaría saliendo el sol. Miré al cielo y se acercaban negras turbulencias en busca de sus entierros. Una nube baja en forma de mano que desnudaba una flor se acercó como si sus dedos supiesen quién era. Agarró la mía mientras susurró “cuando te conocí... y ahora todo se acabó.” Yo estaba refugiándome de la tormenta, con esa mano que al alejarse me dejó inoportunamente helado de frío, con el simple roce de sus yemas. De repente un estruendoso rayo de luz electrizó la montaña. Permanecí asustado y paciente hasta que volvió a salir el sol.

Comencé a caminar tras mis pasos repitiendo pensamientos, escudriñando entre el desorden de las formas, anulando mentiras indistinguibles de las verdades, distinguiendo algunos contrarios y acercándolos en su círculo frente la mediocridad del lo volátil. Intenté imaginar la existencia de algo que careciese de su opuesto. Mis secretos no eran compartidos por nadie. A través de los pasos intenté ordenar algunas palabras que desaparecían entre arbustos y zarzamoras.

De vez en cuando y de forma arbitraria, aparecía el muchacho caminando de espaldas dejando tras de sí un reguero de humo que me mareaba plácidamente pero no conseguía alcanzarlo. Tenía que ir apartando con ambas manos palabrerías y malezas para seguirle el rastro, hasta que finalmente desaparecía. Tomé oxígeno mientras desgranaba las palabras ambiguas de los versos del trovador hastiado con las que rompió el silencio, ahí sentado, descarnando su calvario que no distinguía entre amor a Dios y humano. No se desprendía del enfado de que fuera tarde para comenzar, y fue a refugiarse un letargo a su morada sin que le inquietase nada. No tuvo interés en acercarse a algo y darle valor. Tal vez eso es lo que me dijo en su estertor de despedida. A medida que avanzaba por estos vericuetos, veía más posible encontrar agua.

Al apartar unos matorrales, mi rostro tomó una forma extraordinaria desde el momento que contemplé el conjunto de cuerpos carbonizados en toda la superficie abrasada de la explanada circular. Luego les di la espalda y mi rostro volvió a su aspecto natural. ¡Menuda cólera!

Alguna de mis sombras se desprendieron de sus pisadas y huyeron. El olfato comentó que íbamos por buen camino ya que intuía el frescor de una cascada a punto de llegar. Una doblez zalamera indicó que la siguiera. Estaba rodeado, o desmembrado. Enfrente, un río al que no atendí para saciar nada, me preguntó cuál era la resistencia humana a la falta de agua, cuánta cantidad de días cabría en el aguante de un humano deshidratado.

Miré hacia todos lados con apariencia de perdido. En cierto sentido lo estaba aunque no tuviese lugar al que regresar. La oscuridad se echaba encima como de costumbre y se convertía en una y larga noche. Al ignorar muchos acontecimientos cotidianos, no me planteaba nada. Tampoco le daba vueltas a las ideas y ningún anzuelo me cautivaba. Dejé de buscar agua bajo el poder de esta luna menguante. El viento iba componiendo una carcajada que apagó todo lo anterior, y me dejó reposar. Hice un fuego oportuno, placentero en este espacio reducido y me expandí. Comencé a volar sobre toda esa montaña vertiginosa. Desde lo alto, las luces lejanas de la urbe me cerraban los ojos, luego los tragaba como quien traga cicuta. Seguí volando mientras parte del paisaje desaparecía en la sombra. Me pregunté qué habría sido de todas las vidas que sólo se volaron, que se vivieron desde lo alto sin dejar recuerdo ni cansancio, las que no trascendieron mas que en la conciencia de lo anecdótico por carecer de presencia “real”. De nuevo, creció una lluvia que daba rienda suela a la quietud que se hundía en el fango. Éste amortiguó la desplomada que venía de la noche. Estaba inmerso, completamente embarrado, y la respiración se entrecortaba para llevarme a la superficie. Era uno de esos momentos en que luna y sol se juntaban en un mismo hemisferio.

Sentí un dolor punzante en el pecho fruto de alguna enfermedad tangible. Temblaba todo el cuerpo que se acurrucó formando una esfera temblorosa. Al rato se marchó el frío y pude levantarme con la ayuda de un estimable árbol que me esperó firme y gentil.
Todo se movía a mi alrededor. Abracé esa enorme planta perenne que ordenó vehemente “deja de correr” a mi cabeza. Anduve unos pasos vacilantes que seguían a la intuición, como si fuese tras los rumores del bosque conocedor de mi salvación, y fui a topar con una docena de cuerpos calcinados sin poder saber si ésta era la primera vez que los encontraba, o eran otros distintos. En cualquier caso, el grado de la tragedia era el mismo, todo seguía igual. Tal vez el bosque olía extraordinariamente a hueso chamuscado. Algo me impedía acercarme a ellos. Si algún impulso me trajo hasta aquí, ¿por qué no podía ahora llegar más lejos y verlos más de cerca? – pregunté con una voz a punto de romperse y con la frente arrugada por la desmemoria de no recordar si ya había pasado por aquí antes de la noche embarrada.

Me abatí junto a un árbol seco y coloqué las piernas en ángulo recto, con la cabeza sumergida entre el hueco que dejaban. La sangre ascendió a la cabeza así que al levantarme tendría que realizar un movimiento lento para evitar un desequilibrio irremediable. Comencé ese movimiento bípedo, cuando de repente, tras los arbustos, una frondosa cascada me atrajo con un único movimiento veloz. Me desnudé en un santiamén y me sumergí en ella. El agua descendía por detrás de las orejas, por el cuello hacia la pelvis y las ingles, y se envolvía en espiral alrededor de los gemelos hasta perderse en la tierra. Tragué con el ansia del que tiene sed hasta que el estómago pesó como algo artificial al cuerpo, una barriga añadida de satisfacción, en todo caso. El sol tímido se marchó de puntillas, sin avisar que ya acabó este día. El agua dejó de caer durante la noche.

Una luz se hizo evidente a lo lejos. Se distinguía la presencia de un pequeño hombre barbudo que construía un gran fuego. Tenía puestos unos guantes que enseñaban sus uñas encorvadas y mugrientas. No cesaba de echar maleza colocada meticulosamente en el epicentro de la pirámide de leña. El fuego tosió una llamarada que fue en aumento, dejando iluminadas las manos de aquel viejo superviviente que asentía frente a la llamarada. Se giró y metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó unos pescados. Por algún motivo, mi corazón comenzó a galopar. El hambre comprimía las entrañas que veían un oasis de voracidad. Entretanto, el viejo colocaba el pescado sobre unos alambres entrelazados, y con un palo golpeaba el fuego que se esparcía reduciéndose a ascuas. Las sombras se apoderaron de nosotros y el viejo sin apenas alzar la cabeza me dijo: “Acércate, vamos.”

El olor oscilaba delicadamente entre nosotros. Nos rodeaba como si fuéramos un par de trigueros enlazados. Este secuestro de hambre del que estaba siendo liberado llegó a su fin. En un silencio litúrgico pensé que el hambre hacía delirar al hombre y que yo ya lo conocía, pero el fuego se apagó dejando un hilo humeante de cañón de pistola sobre el carbón que me calentaba y me concentré en ese placer zángano. El viejo desapareció sin percatarme de ello. Aún así, le di las gracias.

Esta noche era toda oscura. “La oscuridad es falta, carencia de luz”, por lo tanto, no era algo sino la carencia de algo. Ese era el lugar que ocupaban algunos contrarios que no significaban nada “en sí”, el lugar de los “sine”, de los “casi”. Todo en silencio, carencia de ruido. La oscuridad, el silencio, agentes que el hombre había interrumpido iluminándolo todo a su paso y llenándolo de algarabías; dos agentes naturales interrumpidos por el Hombre. El Hombre natural, una vez extinguido, aniquilaría también su naturaleza. Él, tan osado al pensar que provenía de su Dios, lo destrozaría todo hasta volver a definir la historia como “carencia de”. Robot: último eslabón de la cadena evolutiva.

Por el momento, estaba a punto de amanecer y el estómago sufría la disección que el aparato digestivo llevaba a cabo. Buscaba la última comodidad del fin de la noche antes de despertar del todo, pero el dolor aumentó. Tuve que buscar un lugar apropiado para defecar. Una vez en cuclillas pensé que, realmente, el paso implacable del tiempo, que no era más que una concepción humana, no lo soportaba. Se acercaba el fin de la antropología por culpa del onanismo del Hombre, que se destruiría a sí mismo. Inventamos el tiempo para asegurarnos el miedo a la muerte, y cada uno elegía la manera de morir sus últimos días, sin percatarse que todos eran sus últimos días.

Unos chasquidos llamaron mi atención que se quedó fijamente buscando el ruido. Una pequeña silueta se abría paso entre la espesura en dirección a mi presencia. Cuando retiró el último arbusto con su brazo, apareció su rostro blanco parsimonioso lleno de salud. Nuevamente, la reminiscencia rompió las cadenas de la memoria y mi rostro atónito palideció. Un escalofrío recorrió desde el lóbulo de la oreja hasta los dedos meñique del pie. La señorita comenzó a recoger un poco de leña y la seguí. Recopilaba porciones de bosque y los depositaba sobre sus brazos arqueados. No intercedía ningún invento humano. Ante el desamparo de haberla borrado de mi vida, fingí una naturalidad que creyó en este marco de égloga. Después llegó la concordia de dos personas unidas por idéntico ánimo de predisposición carnal y el momento se volvió torpemente nihilista. No intercambiamos una palabra. Pero la imaginé hastiada en esa espera que lleva de la vejez a la muerte.

Quedaba poco para que el sol se marchara a su ocaso, y se me ocurrió que podríamos perdernos juntos aunque ninguno tuviese dirección a la que apelar como destino, y que simplemente dominase lo intuitivo. Luego nos esconderíamos para colectar hojarasca y leña que iluminase la irresponsabilidad de nuestros rostros. Inspiré profundamente. Los brazos hicieron aspavientos que imitaban una extraña danza de cortejo. Ella se acercó a hurtadillas, camuflándose entre la algarabía de los insectos, sus ojos crecieron y el nervio óptico tintineó de inquietud. Sus pupilas se delataban a medida que el iris desprendía la retina. Retrocedí hasta la falda de un árbol que me cobijó.

Desperté sentado junto a un matojo de ramas y hojas secas. ¡Qué belleza tan efímera y fugaz la que se piensa! Dudé en si ella había estado físicamente en este bosque. Alrededor, unas hojas dejadas en el suelo humanamente reconstruían su silueta, callada y tal vez ausente, sin vida. La virginal señorita que me encontró tras la maleza, me dejó dormido soñando con su ojo; o un sueño que la trajo hasta espantarme en una noche sin fuego y sin luna. Esperé desanimado a que sucediese algo, a que llegase de repente un tren misterioso y fantasma lleno de bandidos sanguinarios que me secuestrasen para desaparecer. Quería sufrir cualquier pesadilla con los ojos encendidos.

Mientras esperaba, sentado como un primate con las piernas cruzadas, hice un agujero y cuando se parecía a él mismo, vacío y lleno de espacio, pensé una historia: “Una mañana se dirigió al andén de la estación y se apostó que únicamente subiría al tren fantasma. No apareció y se marchó”. Cogí esa historia entre neuronas y la metí en el interior del agujero. Después pensé una confesión: “Hoy he subido a ese tren”, y la coloqué encima de la historia. Por último, deposité un epigrama encima de todo, “Es mejor no saber sino imaginar”. Cuando los tuve a todos ahí, bien dispuestos en ese agujero funesto, los enterré. Atrapé una hoja que se escapaba y unas ramas pequeñas e improvisé un mausoleo de ideas. Luego medité en voz media: “El amor, de modo ineluctable, todo canalizado confío, y antes que el sepulcro espero, que algún día sea nuestro”. Dibujé una sonrisa laica y volví sobre la posición inicial de primate.

Los pensamientos insistían en conocer la diferencia entre haber pasado la noche juntos, y soñarla a la luz de aquel fuego sin luna, en la ladera del bosque, cerca de la cascada, semidesnudos. Pero lo cierto es que bien poco importaba si eran realmente reales, ¿cuál era la diferencia? Una vez se filtraba lo real a través de los sentidos, o lo irreal por nuestra imaginación, la experiencia era la misma. ¿Acaso no se podía explicar una teoría sin haber recurrido a la experiencia? ¿ No hablamos de la muerte y la tememos, siendo esta un mero concepto humano que nadie conoce? No encontraba una razón de peso para que ahora me importase la diferencia entre lo real y lo soñado, lo imaginado. Nos habían enseñado a vivirlo todo “en nuestras propias carnes”, pero lo emotivo no entendía esa dialéctica.

Eché en falta mi hatillo que no aparecía por ningún lado. No supe si su ausencia sucedió por desobediencia, rapto u olvido, pero me dispuse encontrarlo. Seguí el curso de un gusano que no me llevó al destino, y continué mi empresa a solas, inconscientemente a solas.

Durante el transcurso, todo fue recobrando un color más diferenciado, una gama más primaria y esclarecedora. Una grieta diseccionaba el pensamiento en dos: el racional y el intuitivo. Ciertas cosas no podían ser explicadas verbalmente, otro límite añadido. Los pensamientos intuitivos no tenían voluntad de ser. Un mero impulso, una simple intuición inexplicable resultaba necesaria para romper la quietud e iniciar el movimiento, un cambio que las palabras no podían concluir con su seductor discurso.
Pero eso iba contra mi voluntad, tal vez por desidia o porque verdaderamente no tenía ninguna tensión que tramitara el paso a la acción, al movimiento, permanecía en este ir y venir de lo que fuese aconteciendo por sí sólo, como si mi presencia fuese una circunstancia cualquiera en otras formas de vida. Eso explicaría mis continuas confusiones sobre los estados de percepción en los que me sumergía. Una realidad truncada por el surrealismo, un sueño transformado en pesadilla que me deterioraba la salud, y una imaginación escurridiza que me hacía olvidar las pesadillas. Entonces, me quedé quieto, dejando pasar de largo las circunstancias y las dualidades, y me planté como una pieza más del decorado. Lo que les quedaba de pensamiento a los humanos dormía plácidamente entre avatares tecnológicos y medicinas ilegales. Me quedó claro de lo que estaba huyendo, y lo resumía en “mi propio tiempo”. Escapé de las circunstancias de esta vida, pero me di cuenta de algo: no se podía escapar más que de una manera.

Mi nula vivencia se resumía en la brevedad del tiempo que existe entre un recuerdo y un olvido, justo en el instante en que la información se balancea para pasar de un bando al otro. Estaba acostumbrándome a vivir junto a mis sueños, pensamientos, y realidades, algo esencial para la supervivencia. Desdeñé en esa dirección los malos momentos vividos en las nebulosas mentales, en la realidad intangible. No tenía conflicto alguno. Había desaparecido y olvidado todo aquello que me oprimía. Ahora, únicamente tenía que solucionar la diatriba de mis realidades, sin que el origen de las percepciones importase lo más mínimo. Escapé de la locura refugiándome al margen del “Hombre-Masa” que no dejaba espacio para respirar. Llegué sin saber cómo a este paraje donde el fin de la lucha, la ausencia de conflicto, en definitiva, la paz, la tranquilidad, terminaron con la realidad sin matices. Esta muerte aparente la comprendía como una desaparición exacerbada de “mi propio tiempo” por lo que me ausenté en aquello que lo trascendía, la naturaleza. La percepción se me había distorsionado, eso lo sabía, pero las ideas iban pareciéndose más a ellas mismas. Había encontrado el equilibrio, “mi propio tiempo”, asumiendo carencias y defectos irreversibles y necesarios para que ciertas cosas pudiesen poseer la claridad con la que dan a luz. La asimilación fue simultánea a su paso por el cerebro, una especie de lucidez bien armada, preparada para la paz, para la muerte, para la vida, todo significaba lo mismo en sus opuestos. El equilibrio era la medida de las cosas y, todas y cada una de ellas desprendían su antagónico. Entonces, desde esta quietud contemplativa, el movimiento era innecesario. El movimiento humano que nos impulsaba a resistir vivos, con salud, era el que enfrentaba “normalidad” con “rareza”, mientras los unos señalaban con el dedo a los otros bajo las leyes del “demiurgo”.

Podían encontrarse pequeños genios, o borrachos nauseabundos que servían de escudo a la sociedad que no se descarriaba, ya que vivía gracias a ellos, y debido al miedo que éstos engendraban al “Hombre-Masa” que era quien daba la espalda antes de dormir. Yo destinaba horas y horas a pensar en el sistema social, en esa enredadera que fomentaba familias tipo hombre- mujer enfrentados, sin matices. Percibía los contrarios desde otro prisma que los que la sociedad mostraba. Este era el momento previo para un estudio que descartase cualquier posible precipitación.

Recurrí de nuevo a la dualidad de los opuestos, tratando de reafirmarme, y dibujé las hipótesis sobre la tierra. Un aro abierto que demostraba la posible salida. Tiré el palo lo más lejos que pude, pero antes de caer por la gravedad se topó con la naturaleza. Pensé que la sonrisa de un niño jugando con su padre, bajo la atenta mirada de la madre, se equilibraba con la flema del tiempo que otro niño se demoraba en encontrar en el cajón de la mesita de noche de su madre, una foto para el nicho de su padre.

Tras de mí, una presencia que había permanecido siguiendo todo el discurso me conduciría hacia la salida de esta “casi circunferencia”, sólo tendría que trascender al espacio colocándome detrás. Hizo el ademán de que la siguiera, y mi cortés intuición prosiguió. Me condujo junto a un árbol que enseñaba a sus pies una flor de color malva que no había visto hasta entonces. El asombro fue descubrir que la flor brotó de las entrañas del mausoleo donde yacían aquellos pequeños pensamientos que sepulté. La silueta me advirtió: “Es el momento de decir adiós”. Sentí un alivio a través de los huesos antes de despedirme del bosque.

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