viernes, 10 de septiembre de 2010

parte ii


No recordaba el momento exacto en que había recuperado el conocimiento, o más bien, en qué momento el conocimiento me había recuperado a mí. Tampoco recordaba cuándo lo había perdido. Recordé la fugaz sensación de dudar si continuaba con vida, pero a menudo sentía ambigüedades de ese tipo. Todo lo que sucedía alrededor se asemejaba a un pasado o futuro palpable, percibía una extraña sensación de ausencia circular.

Ahora esas gentes que me rodeaban con sus ojos atentos a lo que una voz indicaba, permanecían de pie, impasibles, con los rostros fruncidos de atención, como si me estuviesen memorizando. Así se debería de sentir un extraterrestre capturado voluntariamente, sólo que mi voluntad había olvidado la captura. Persistía un dolor de cabeza, hábito poco frecuente entre mis enfermedades.

Giré el cuello que chirrió igual que unos palitos secos. Recordé un sonido lejano, el de las ramas secas que yacían en los cementerios. De pequeño saltaba sobre ellas componiendo melodías funestas, hasta que algún familiar extraño me cogía violentamente del brazo ordenándome un “¡estate quieto, niño! Mi abuela siempre salía en mi defensa y le respondía “¡deja jugar al niño, coño, que de gente quieta y callada ya estamos rodeados!” Yo no entendía muy bien lo que le quería decir, y entre avergonzado y arrogante, dibujaba unos círculos de hojarasca con la punta del pie, mientras mantenía mis manos educadas en los bolsillos.

Mi familia siempre se quedaba largo rato respirando frente a los nichos. A mí me resultaba muy gracioso ver las fotos de la gente que rodeaba a mi abuelo. No le había conocido, murió antes de yo nacer, así que él tampoco me había conocido a mí, aunque yo estaba seguro de que sí. Entonces me acercaba a sus vecinos, todos a rebosar de flores vivas, y les preguntaba que cómo era mi abuelo, si era simpático, si hacía muchas bromas, si se peleaba mucho con otros muertos, si quería a mi abuela. Ella, que me escuchaba, misteriosamente para mí, se acercaba llorando y me decía en voz muy baja mientras me abrazaba, “vamos, al abuelo no le gusta que chismorreen delante de él, se va a enfadar”, y volvíamos camino a la entrada. Yo comenzaba a saltar de nuevo porque estaba contento pero hacia la salida nunca nadie me dijo nada.

Giré el cuello hacia el otro lado, pero esta vez el ruido fue diferente y no me trajo ningún recuerdo. Sin embargo, vi a mi abuela tumbada en la cama de al lado, medio sentada, con las gafas haciendo equilibrio sobre la punta de su nariz, y con una pluma. Me preguntó si le podía ir a comprar papel de carta para escribirle al abuelo porque no podía ir a verlo al cementerio. Sonreí e hice el gesto oportuno con los brazos para apoyarme en la cama y levantarme, con la intención de ir al estanco más cercano y comprar lo que me había pedido. El ramo de batas blancas que me custodiaba empezó a moverse como hormigas desorientadas en la inmensidad de un metro cuadrado. Resultó muy ridículo verlos ahí perdidos en esta pequeña habitación doble de hospital, con esos uniformes pornográficos. Me inyectaron una dosis letal para mi conciencia y dormí durante tanto tiempo que cuando desperté, mi abuela ya no estaba. En su lugar, se enfermaba una señorita rubia que no superaba la mayoría de edad. Le pregunté si cuando ella iba al cementerio, trataba de sonsacar información a los otros muertos, pero a su familia le indignó esa pregunta y corrieron la cortina. Quedé aislado en mi mitad de habitación sin alguien que me rodeara. Estaba completamente solo tras el murmullo. Con nadie.

Me puse a pensar en ella, y como la congoja no tenía salida, no pude concluir otra cosa que, sencillamente, había situaciones que se sucedían, sin más explicación, y menos en esta cama de sábanas rancias. La imaginaba jugando con una cometa al vaivén del viento, rodeados de enemigos crueles y sanguinarios que nos observaban; a ella cómo jugaba, y a mí, el modo en que la observaba, ambos cómplices del mismo juego. De repente, brotaban nubes negras que lo dispersaban todo. Entonces, ella se alejaba corriendo con su cometa dejándome entre ráfagas de viento. Tras la tempestad, no quedaba nadie, tampoco enemigo alguno sobre el lodo. Una especie de raíz surgía del fango como una flor de la que tiraba y tiraba con fuerza, pero resistía con una solidez profunda. Agotado y de rodillas comencé a verlo todo con claridad, pese a que aquella lluvia no la anunció nadie. Alguien preguntó entreabriendo la puerta, “¿se puede?”.

Pregunté a mi compañera teatral de habitación, que en estos momentos nadie la acompañaba, si le importaba dejarnos a solas. Estaba seguro de que ella también fingía. Se marchó a pasear acompañada de su suero. Suspiré, acto previo de conversaciones quietas, de idiomas distintos, parangón de dos mudos que se gritan o borrachos que vomitan. Supe que éste sería el último momento que compartiríamos. Se marchó sin despedirse ni desearme buena salud, y la señorita entró al poco tiempo acompañada de sus visitas que tanto la aburrían.

Ella se hacía la dormida como si los medicamentos le hiciesen reacción, y de vez en cuando se giraba hacia mi lado y me guiñaba un ojo. Yo sonreía y cambiaba el canal de la televisión sin monedas cada vez que alguien le comenzaba a prestar atención. Entonces la señorita no podía contenerse y reía entre bostezos de recién despierta.

La enfermera me informó que pronto me darían los resultados de las pruebas que no recordaba me hubieran hecho, y dejaría de estar en observación. No aclaró si me trasladarían y supuse que me darían el alta, en cualquier caso, me dejó confuso con todo ese lenguaje críptico utilizado, con una pérfida sonrisa de sentencia a muerte. Decidí pasar este lapso de tiempo hasta que abandonara este lugar sin pensar, ni recordar nada, así que los días pasarían desapercibidos entre sí.

La señorita indicó que ya podía marcharme según le habían comunicado en mi ausencia. En esta habitación con respuesta, todo era muy extraño: las visitas, los médicos, los recuerdos, los olvidos, todo. Antes de irme le pregunté a esa belleza por qué no soportaba los familiares, y me explicó en secreto que estaba harta de un padre senil que contaba repetidas veces la misma historia del “lumpen” sin haber asumido verdaderamente su condición; y de una madre encorsetada en una tristeza que la obligó a sentarse llorando un secreto que jamás reveló. La pregunta cínica se convirtió en una confesión vehemente. Nos despedimos con un amable apretón de manos. Le dije que nos volveríamos a ver y asintió. Antes de salir, volví la mirada hacia ella. Permanecía sentada en la cama, con la almohada entre los brazos arqueados, meciéndola con ternura.

Unas incómodas ganas de ir al baño mantuvieron mi atención desorientada cuando los pasos se toparon con unos inesperados tabiques. El olor a humedad que destilaba este lugar vacío me hizo pensar en si me habían desvalijado la casa, o si me habían secuestrado, o simplemente, que no era este mi refugio habitual. El espacio se había expandido notablemente y a las paredes las separaba más distancia entre sí. Era evidente que era la primera vez que pisaba este lugar. Alguien me trajo hasta aquí y el cansancio no permitió más indagaciones.

Me senté en un sofá, algo aturdido y tembloroso, con las manos incoloras como en los sueños. Quizás, este momento era uno de ellos, y al no sentir miedo, descarté vivir en una pesadilla. Una mano gigante comenzó a acariciarme el pelo desde atrás del sofá, y poco a poco mi cabeza iba calentándose. Empezó a quemarme seriamente, hasta que desperté golpeándome la cabeza para apagar el sueño, o lo que se convirtió en una pesadilla.

Hacía varios días que amanecía en esta bazofia de pensión, con varias heridas esparcidas por todo el cuerpo, con algún cardenal en las piernas, o golpes en la cabeza. Nimiedades a las que estaba empezando a acostumbrarme. Entonces decidí comenzar a transcribir mis titubeos, así, mientras los pensamientos se apaciguaban, evitaba dormir para bien o para mal.

“Supuestamente, escribo desde casa, pero no es del todo cierto. Sólo lo hago desde el recuerdo, con la imaginación puesta en la potencia de una verdad que vaga en la mansedumbre del presente. Es una noche de insomnio tan átona como las que olvido, como las que confundo. Una noche de pensarme en el silencio de todo lo que nos separa. Pronto, la distancia se abreviará, y el arrullo de percepciones tónicas me elevarán a la verdad, dure lo que dure. Sólo es una noche como todas en las que la pienso.”

Dedicaba el tiempo a unas anotaciones sin pretensión alguna, más allá de mantenerme ocupado mentalmente. Mientras escupía todos esos pensamientos sobre el papel, mi cabeza no se mareaba, pero el agotamiento fue creciendo, y el cansancio se disputaba su vigilia con el sueño, que se hacía necesario pero me aterraba. Cada vez dormía menos por miedo a despertar lastimado. Así pasé un tiempo indeterminado como escribiente, más concentrado en no caer rendido que en la propia labor de cuidar unas letras bien dispuestas.

Comencé a tener pavor de no despertar, de perecer en alguna pesadilla, y mi cautela fue mantenerme alejado del sueño, aguantando la aguerrida lucha doméstica contra él. Antes de caer vencido, cuando mi cabeza ya se tambaleaba, me dirigía mal herido al baño para refrescarme la sien y la nuca. Después volvía al campo de batalla. Durante la lucha, el miedo se ausentaba, pero sabía que era una pelea que no podía postergarse para siempre. Entonces el desgaste trajo la última batalla y su tratado.

Me dormí sin antes haber memorizado una parcela del paisaje, y sin formular siquiera un último pensamiento. Simplemente, desaparecí de la conciencia hundiéndome en una pesadilla común. Mi percepción temporal estaba completamente defectuosa y no pude averiguar cuánto tiempo duró todo esto. Lo cierto es que perdí algo de peso y gané algo de humor o fuerzas en este campo de ruinas y sangre. Tal vez todavía estaba soñando, o quizás así de onírica era la realidad. Intenté recordar algo. Mi figura junto con la de una mujer ardiendo que desprendía unas cenizas. Éstas se introducían dentro de un reloj de arena que no avanzaba. Trataba de poner frente a mis ojos todas estas imágenes para analizarlas y desnudarlas, pero sin letras ni sudor. Cierto era que las percepciones no eran las habituales y costó sueño y kilos aceptarlas, aunque resultó tan simple como dejarse dormir.

Alguien tocó el timbre. Al abrir la puerta un ruido se alejaba en su huida. En una broma ingenua, la calma descendió un piso y me guiñó un ojo acompañando el gesto con la cabeza que indicaba que la siguiera. Obedecí y bajé los dieciséis escalones que nos separaban. Permanecí tranquilo durante un rato. Ella quería sacarme de aquel lugar. Miré al suelo y mi sombra había desaparecido. Hice algunos movimientos con los brazos como para recuperarla, pero la luz se apagó. Únicamente se escuchaba una respiración alterada, cuando de repente, sonó un timbre dieciséis escaleras arriba. Fui a encender la luz, pero no funcionaba. Di con el dedo índice en repetidas ocasiones, luego con la palma de la mano y después con el puño cerrado. El interruptor cayó hecho pedazos, y de nuevo, se escuchaba esa respiración alterada. Desperté. Todo había sido un sueño. Traté de buscar su inicio, pero me daba la sensación que todos los sueños comenzaban igual: conmigo, tratando de adivinar cuál era el inicio del sueño. Definitivamente, los principios que marcaban un punto entre un estado y otro simplemente eran inescrutables.

Me fui acostumbrando poco a poco, pese a que algo me impulsaba salir y mantener contacto con el exterior, aunque no quería implicarme con la gente. Te juzgaban, opinaban sobre ti, te discutían, te ponían en duda. Unos le llamaban a eso “relacionarse”. Partían con la verdad como posesión, con las soluciones preparadas para los conflictos de los demás, y un diagnóstico humillante bajo el que podían no creerse nada en absoluto. No quería mezclarme con gente que no sufriera de un modo u otro, me parecía una falta de respeto a la conciencia. Encerrado, me sentía a salvo de todo eso, pero debía existir un impulso social que me abría la persiana para ver qué sucedía en ese hormigueo monótono de acera metropolitana. No podía escapar de los incómodos sueños y eso ya significaba un “particular” contacto con el exterior. Renuncié a salir, en realidad, porque no sabía qué podía hacer ahí fuera, entre humanos preocupados de su prestigio social, aunque esta dispersión mental tampoco fuese demasiado saludable.

Había erosionado mi pasado, los recuerdos ya no me conmovían, y sin embargo, me sentía más perdido que nunca. Reconocía mis años de resignación aunque ahora todo ese tiempo no me importase lo más mínimo. Una vez a solas, toda la realidad había cambiado. Perdí el miedo a no despertar aceptando las pesadillas como parte real de mi vida, desconocía la fuente de conspiración que pretendía la desconfianza, la duda, el temor y la distancia del “todo dinámico”

El lugar era oscuro y húmedo, así que decidí asomarme por la ventana. La persiana estaba subida y a través del hueco desnudo que dejó, podía oírse los ruegos de la estación que no quería entrar. El sol de invierno contra el frío de verano, el tiempo se expandía, se mezclaba, y no me ayudó a detener el torbellino en el que me había imbuido. Me tumbé, una vez hube descartado que el tiempo, bucólico, me trajese algún olor definido que me vistiera para la ocasión. Ahí, de repente, comencé a pensar en lo que podía suceder. Por fin una cama me daba un pensamiento excedente. Tumbado en este camastro para dos pero sin dos, con su mano posada en mi hombro, sin advertencia; con su cabeza en mi estómago reposando y vigilando el techo del cielo para que no nos cayera encima; su índice inquieto en mi espalda dibujando las mejores caricias; un beso de buenas noches pero hasta mañana; y un sueño fugaz, un maldito sueño que fuese capaz de no cortarme la respiración, y que terminase por sí mismo. Esta colección de nostalgias no tenía vida alguna, tal vez, yo tampoco, pero este trasiego no debería contaminarse con otras especulaciones. Mi penitencia era servidumbre de alguna verdad, sólo tenía que escuchar el traspié que la anunciaría, una alarma sobria que me revelaría el significado de este tiempo ignominioso.

Mientras los días pasaban de largo, las noches se detenían a retorcerme. Un naufragio, galopes en el fondo del mar, gente que nadaba en la superficie jugando con sus flotadores de tiburón asesino. Me faltaba la respiración y comenzaba a tragar agua. A veces, cuando conseguía hacerle frente al sueño, esa agua que tragaba se convertía en un manantial de alivio y bebía con avidez.

Desde lo profundo de mi desengaño, me distancié de toda responsabilidad humana, de todo movimiento social, en definitiva, de toda ética. Me abandoné como un devoto del encierro, en una huida interior, sufriendo el calvario de una somnolencia crónica que buscaba la paz de una guerra acabada. Me conformaba con menos malestar y con las décimas de alegría que caían del cielo y sobrevivían a la altura, y a mí.

La persiana estaba bajada; yo harto de analizar continuamente cualquier movimiento, y de no saber responder en qué momentos manipulaba mis sentidos. Ellos no obedecían más que a los accidentes posteriores. Mientras intentaba mantener un orden, el caos se apropiaba de los actos. Comencé a lanzar todo tipo de objetos crispados que me rodeaban hasta que no quedó ninguno. El techo despertó de su pesadilla rasguñado, y partículas de endorfinas se liberaron por toda la habitación. Abrí de nuevo la persiana, agarré los deshechos del suelo y los lancé por la ventana contra esa estación penitente. Acababa de inventar una pesadilla que despertó exhausta de su propio sueño.

Al anochecer, golpearon la puerta. Abrí, y una mujer vestida de maga de la salud me saludó y confirmó mi nombre. Alguien discó alarmado por los ruidos y gritos, según me informó. Yo me peiné con las manos, y estiré la camiseta hacia abajo para espantar a las arrugas. No tenía aspecto de estar aparentemente muriendo. Eso me tranquilizó.

Sin evidencia alguna, se presentó la doctora en el umbral de mi refugio. La invité a pasar y tomar asiento. Pedí disculpas por el desorden y los destrozos que tuvimos que sortear hasta llegar al sofá pero me dijo que estaba todo perfecto. Comenzó por incomodarme con preguntas personales que luego utilizaría comparativamente con unos cuadros de diagnósticos estándar para concretar los síntomas que yo fuese capaz de confesarle. Realizaba el mismo papel que los curas en el confesionario para que yo fuese expiado, con la diferencia que ella tenía que luchar por ocultar su atractivo.

Fui contando mis pecados que se resumían en el miedo sobrecogedor que me impedía, principalmente, conciliar el sueño con naturalidad. Después de caer abatido, transcurría un tiempo y despertaba con aceleradas palpitaciones y escalofríos. La boca amanecía completamente seca, y tragar saliva era como tragar una corona de espinas. Le expliqué que ignoraba el origen de este temor al sueño que me mareaba y despertaba irascible frente a todo lo que me iba enfrentando de la realidad, sin poder mantener el control. Me daban impulsos de huir, de escapar, desconociendo hacia dónde y para qué, y cuanto intentaba hallar una respuesta comenzaba a perder lentamente el conocimiento. No soportaba esta realidad o punto de vista desde donde ya no podía obedecer a ciertos esquemas racionales. La razón no me aportaba respuesta alguna, y únicamente algún instinto repentino o intuición me alentaban a actuar en este accidentado entorno. Entonces, únicamente deseaba de dejar de sufrir, y la lógica lo conllevaba a dejar de existir, por lo que no podía pedirle explicaciones a la razón. Lo más curioso de todo era que entendía el miedo a dormir como un miedo camuflado a morir. Este era un sentimiento inútil, pero cierto.

Ella me trató como si hubiese perdido algo concreto, como si sufriese una carencia, y trató de animarme de un modo analgésico que no funcionó. Me quería convencer de que las sensaciones que me aterraban no eran peligrosas, y que esas desagradables pesadillas no irían a peor, y que me preocupase por cómo me sentía en este instante, sin angustiarme en la inmediatez del sueño que se avecindaba, y que aceptase los miedos sin luchar contra ellos, que pronto desaparecerían sin darme cuenta, y que de repente me sentiría satisfecho y relajado, y que ahí era donde comenzaba realmente mi recuperación definitiva. Me insistía en que no tuviese prisa, y que palabras, palabras, palobras, lopabras, pabrolas, lo brapas, pabralos, las prabo,...y se despidió.

Así que de esta manera iban a desaparecer mis náuseas, ahogos, sofocos, escalofríos, inquietudes, pesadillas, temores, sudores, palpitaciones y hormigueos. Dado que no me apetecía añadir a todo esto los efectos secundarios de las medicaciones del intelecto, guardé las drogas en un cajón que estaba tirado en el suelo. Bastante tenía ya con el comportamiento compulsivo como para anestesiarme y luego correr aguantando diarreas. No pude confiar en ella. De hecho, era incapaz de confiar en nadie, pero el confesionario de urgencias no se dio cuenta. Creo que pensó que estaba deprimido o similares. Me sentí peor que antes. En un papel escribió la receta de un “padre nuestro” cada ocho horas, y dos “ave maría” después de las comidas, y mi moral permanecería intacta. Pensé en la cantidad de gente que rezaban a estos médicos de dios y se me abrió el apetito. Dado que la razón no la alivió, fue el hambre el desencadenante de mis ataduras, y conseguí marcharme de este lugar.

No hay comentarios: