viernes, 10 de septiembre de 2010

parte i


Los párpados hicieron un único movimiento descendente manteniendo los ojos cerrados. Fue entonces cuando, empujado por la sensación que corría estos días al acercarme a ella, la distancia me dio cuentas de algo. Estaba construyendo mi propia despedida, así que, anuncié a los pensamientos el drama de la próxima escena.

Rodeado de melancolía, miré por el tragaluz en busca de un respiro que aliviase la inquietud del estómago. Me sentía ajeno a todos nuestros instantes. Sabía que formularse preguntas de inmediata respuesta era tomarse un analgésico. Quería encontrar los matices, y no permitir que los futuros ausentes impusieran las respuestas, recordaran los desatinos y tropiezos, y mucho menos juzgaran mis sentimientos como si fuesen suyos, sin importarles lo más mínimo. Esta vida no se iba a vivir ajena a mí. Necesitaba distancia. Me acerqué al espejo con aires de supersticioso y el espectro me desafió con sus decisiones impropias. Esta vez, el siguiente sería yo.

Una única pregunta rondaba sobre mi cabeza antes de que estos dos sonámbulos del asfalto en detrimento mutuo despertasen: ¿intuiría gesto alguno de las tribulaciones? Quizás, cuanto más cercana fuese la persona, menos capaces de prever el daño al que nos marginábamos seríamos nosotros. Era demasiado pronto como para imaginar dónde irían a parar todas estas sospechas preventivas, pero una ausencia alertó de la inmediatez funesta. No sabía si alegrarme, o todo lo contrario. Mis sentimientos dudaban en este momento un tanto hipócrita.

Mientras intentaba buscarla entre el baile de confusiones, la multitud entorpecía esta danza de destierro. Sabía que no iba a acabar bien porque iba a terminar. Se dispersaron todos excepto nosotros. Descendieron unas primeras lágrimas que asumían los títulos de crédito de esta canción de cuna. Qué distintos fueron los puntos de vista. El mío buscó en el impulso un pedazo de odio que anulase el sufrimiento, fórmula común para no sufrir, pero eran momentos de precaución más que de rencores forzados. ¿Precaución o distancia? Mi distancia buscaba, con su mirada fija en algún punto muerto, algún recuerdo oportuno para poder salir de aquí, pero se distraía especulando con el futuro de este adiós tan atrevido e inesperado. ¿No estaría yo coqueteando con vivir mi propia tragedia? Hacía tiempo que ya estaba borroso, ausente, difuminado, no sentía nada, y necesitaba volver. Inspiré. Tras esta puerta de sala de baile me esperaba el libre destierro. Todavía no sabía qué había de cierto en todo esto. Me despedí como si mis labios no la hubieran besado nunca.

En un intento simple de dirigirme al cuarto de baño, me sumergí en la eternidad del estrecho pasillo. Un súbito rodeo en todas direcciones cedió al observar cómo los pies caminaban sobre la misma baldosa. Los cuadros me rodearon disminuyendo la presencia en esta breve eternidad del corredor que conducía a nuestra muerte definitiva. Tras algunos vaivenes, no me sentía seguro en ninguna de las habitaciones. Un latir invisible me observaba desde todas las esquinas de la casa. Mientras tanto, en esta impaciencia laberíntica, continuaba empequeñeciendo, al tiempo que las paredes me ahogaban la respiración. El sudor se hizo más evidente, y caminar, más arduo que de costumbre. Cerré todas las puertas y me escondí en el pasillo, entre varios cuadros totalmente desconocidos que se apoyaban sobre la pared. Sus dibujos familiares no significaban absolutamente nada, aunque pensé que en los momentos en los que uno disminuía, no se estaba en condiciones como para que unos objetos que servían de refugio significasen más que eso. Las baldosas se expandieron hasta contener toda mi presencia. Los surcos que unían baldosa con baldosa se venían como precipicios inalcanzables así que decidí quedarme quieto, escondido tras esos cuadros, mientras comenzaba a ahogarme en mi propio sudor. Los ojos escocían impidiéndome ver más allá de una baldosa pero continué ahí, en medio de ese desierto de azulejo. El sudor cedió, y el corazón aumentó sus palpitaciones al diferenciar en el horizonte una escalera. Corrí hacia ella mientras seguía disminuyendo, al tiempo que más faltaba el aire cuanto más intentaba respirar. Oí su voz y quise alcanzarla, pero la escalera era demasiado pequeña. Apenas algún eco se deshizo entre mis dedos. Mi espalda se deslizó sobre la pared hasta dejarme caer al suelo. No había nada alrededor, estaba completamente solo. Pensé que no sería tan fácil separarnos cuando de repente, me interrumpió la oscuridad.

Salí a la calle a tirar el dolor desconcertado que arrastraba mi cabeza, como pretexto, aunque realmente quería disfrutar del placer del primer paseo observando sin interrupción los tiempos pausados, sin prisas; gente que corría cultivando sus cuerpos al son del compás que forjaría esa futura salud de hierro, mientras los trotamundos al sol leían la prensa manejando sus ritmos y desequilibrios ajenos a esta actualidad de papel, cambiada por unos cartones de vino en los que siempre pensaba que al día siguiente, también serían mis borracheras quienes le beberían; y el tic tac de las parejas de ancianos que sobrevivían a sus difuntos y a ellos mismos con una sonrisa que se balanceaba entre esa antología de arrugas y respuestas. Un nuevo mundo se vertía sobre mis ojos. Los paseos se rodeaban de multitud de pequeñeces mundanas, pequeñeces que me acorralarían al abandono oscuro del hogar, sin impulso ni fuerza, sin ganas ni deseo, a la suerte de algún indicio de salida, completamente inhibido entre tanta belleza. Me mareé una y otra vez mientras todas estas escenas desaparecían dando paso a nuevas que me acompañaban, a la vez que trataba de arrancar la cabeza del dolor ascendente. Estaba calado de una niebla que se desprendía, que me impedía distinguir las cosas, los hechos.

De alguna manera, conseguí llegar a casa con la cabeza cubierta de un dolor atenuante, y concluí que lo que no había sabido asumir era la velocidad de los acontecimientos. Todo sucedió rápido, de un segundo a otro sin transición alguna. En ese lapso, que no tiene tiempo de excusas, encontré mi espacio; un tiempo reducido al recuerdo, una muerte reducida a una vida, y mi paseo reducido a dolores y mareos. Pero no hubo ningún recuerdo que se manifestase al respecto. Se solapó la intención de descansar por un rato, con el reloj dándome la espalda.

Al despertar de esta especie de nicho con muelles, el primer deseo fue el de estar muerto pero soñando. Quise que no sucediera nada, en ningún momento, en ninguna parte. Imaginé el fin de la existencia, o la existencia reducida a la humedad que sienten los gusanos cuando tienen hambre, en esas ciudades de cemento llenas de pasados y presentes óseos amontonados en edificios de barrio obrero, donde la debilidad humana dejaba a la religión hacerse cargo del rastro por este mundo, reducidos a fotos eternas.
Justo al abrir el cajón para buscar un álbum y seleccionar la mía, me alarmé al ver mi cuerpo ahí al lado, dormido como si no hubiera despertado o como si este despertar fuera el de otro. Los reflejos reaccionaron en silencio, sin despertar ese cuerpo al que pertenecía. Levanté la cabeza del durmiente con cautela para no despertarle, y dispuse su cuerpo como el de un cadáver, con las manos, una sobre otra, a la altura del pecho, y di un pequeño empujón a la barbilla para inclinar su cabeza hacia atrás. Deseé que cualquier enfermedad estuviera haciendo su trabajo para no permanecer más tiempo a solas en este habitáculo con perfume a muerte. El espacio resultaba angustiosamente reducido y oscuro. Me tumbé junto al cuerpo, o junto a mí mismo.

Entró una ráfaga de tarde gris, con el viento de la despedida y el ventanazo me despertó. Observé detalladamente la calle desnuda, temblando, con los colores, las formas, los líquidos desdibujados. Tal vez, también ventanas a dentro nada mantuviera su patrón original. Unas fotos despedazadas sobre el suelo trajeron imágenes del sueño: verme durmiendo mientras me levantaba por dichas fotos, el cementerio, deseos apocalípticos... de estar enfermo sin morir, esperando. Olvidé el sueño atrapándolo en el zulo de la realidad, y desapareció como lo hacen todos, sin más.

En definitiva, la mente no podía parar de cavilar, de recibir información sensorial deformada, analizando todo en un batiburrillo de realidad incoherente. Mientras unos pensamientos se desplomaban, otros se superponían interrumpiéndose sobre la cama de la que tenía que despedirme antes de que la hermosa mujer de blanco recogiese los restos de las fotos que rompió el sueño de estar muerto. En ambos lados de la ventana, las formas recuperaban sus límites, y yo la sangre de elegir mi fotografía apropiada sin romperla.

Puse un pie en la alfombra y comprobé que estaba equivocadamente fría. Los dedos se encogieron y mientras el otro pie iba de camino, me trajeron una reflexión de la misma temperatura: entre un “adiós” y el momento en que se piensa, cabe una eternidad. Por otro lado, estos adioses y estas reflexiones siempre serían polos necesarios para zanjar cualquier situación, para poder darle una nueva forma, para transformar definitivamente esa eternidad oscura, en tiempo vulgar y corriente. Al fin llegó el otro pie a la cálida alfombra sin pensamientos.

Una vez sentado, insistí en recordar el sueño pero se deshacía. Unas imágenes, tan claras instantes atrás, desaparecían dejándome ahí sentado sin pudor alguno, con la cara apretada del esfuerzo de pensar sin éxito, sin sueño. Me dominaban estas paredes enfermas atrapándome a la espera de un diagnóstico negativo con la esperanza del alta, para huir de esta cama que no me dejaba hacer nada con sencillez, y alcanzar así un día otra más hermética, que no contendría mi presencia, sólo un cuerpo, y que delataría mi ausencia gracias a un lejano retrato. Entre cama y cama, quedaba una eternidad, eso sí.

Más allá de algunas sensaciones, sobre una cama nunca obtuve nada de auténtico provecho, así que tenía que escapar definitivamente. Sentado como un harapo descuidado, traté de superar lo que para otros eran simples movimientos instintivos que servían para erguir una figura arrogante mientras el lecho rendía pleitesía a los pies. Maldije lo que fuera que me robó voluntad. Después de haber descargado cierto agobio me levanté con naturalidad. Ya quedaba menos para dejar este espacio reducido y sucio donde tantas veces me sentía atrapado entre pesadillas y tiempos en blanco, aunque no esté seguro de si ésta fue la única vez.

Acto seguido a la inercia, vestí los pies con unos calcetines siameses que protegerían las plantas que iban a pisar el resto de mis días. No tenía fuerzas para disimular lo que deseaba hacer en estos momentos. Fui hacia el cadalso a esperar un dictamen repentino o una revelación mística, pero harto de que se hiciese de noche una y otra vez, salí de casa para comprobar el número que colgaba de la puerta que diese una pista sobre mi paradero. Si tenía un número colgado, el alta se diagnosticaría con mayor rapidez y dejaría de esconderme, pero eso no sucedió todavía. Me propuse buscarlo de inmediato, así que, sólo tenía que encontrar el número que limitara la enfermedad o el sueño, y me alejase de esta salud débil de pesadillas.

Al abandonar la cama, tras inciertas horas sobre ella, se desestabilizó el equilibrio. Puse la cabeza bajo el grifo para encontrar un atisbo de claridad. Confundía los mareos con sueños, con realidad, dando rodeos entre fotos y puertas, hasta que el cerebro se agotaba y caían el resto de los órganos.

Todo empeoraba en el momento de iniciar el movimiento. Al tratar de despejarme de este macabro presente que me acorralaba, comenzaban los pequeños escozores alineados en brazos y piernas de distintos insectos a los que salvé la vida a través de transfusiones inconscientes, mientras ellos, con disciplina militar, desfilaban bajo mis pesadillas. Una vez alimentados, unos perecían, otros huían, y el resto se sentían satisfechos y repetían, dejándome la piel como un cosmos irritado y palpitante, lleno de heridas infectadas. Las manos, tras su paso por toda infección, deshacían el dolor, mientras las costras aumentaban. Ciertamente, no había nada que sobreviviese al paso de las manos humanas.

Todos los cambios significaban nuevos comienzos, pero esta vez, permanecí oculto demasiado tiempo, y resultó más elaborado encontrar una vía que encarrilase mi tiempo, que se mecía en un tiovivo disperso, sin ataduras. Olvidé la voluntad de mi propio comienzo, ignorando cuáles eran los motivos que me trajeron hasta esta posición, y para qué.

Miré al techo, que no era el de casa sino el del rellano de la escalera, buscando una razón, como el que reza a dios desde la tierra y sólo molesta al vecino de arriba. La puerta no tenía número alguno, únicamente una mirilla que escondía mi vivienda. Procuraba un número que diera un inicio al destino, como los enfermos de la ciento dos cuando saben qué padecen, y cuántos días les restan.

Una vez dentro de casa aspiré sintiéndome pesadamente responsable, apenas dos pasos adelante del sueño, sin culpables a la vista y convirtiendo, a modo de alquimista, la tranquilidad en una angustia a la que me estaba acostumbrando segundo a segundo. Así, era muy complicado reunir un uniforme, pero en esta ocasión, las ropas se vistieron en mi cuerpo mostrando una delgadez famélica al mundo. Cogí las llaves y un manojo de dinero arrugado antes de comprobar a qué día de la semana pertenecíamos hoy. Atravesé el pasillo, que tenía su recorrido habitual, y nada me impidió salir. Cerré la puerta con llave, posado sobre el felpudo, que afortunadamente no me absorbió. Di un salto a salvo y vi que la puerta seguía sin su respuesta.

Comencé a bajar las escaleras de una en una, cuando una vocecilla salida de las entrañas de los escalones me advirtió que los días seis eran buenos para los comienzos pero que los finales no eran cosa de los días sino de las noches. Me perdía continuamente entre un seguido de ramificaciones discursivas, musitadas como un secreto en el cajón, con este estado de ánimo convertido en Estado de Sitio donde me apretaba una afección que ni tan sólo permitía que me alejase de mi morada, dejando atrás estas escaleras interminables. Avanzaba a paso de procesión cristiana. Me detuve a mirar por la ventana y respiré apasionadamente triste, antes de espetarles con la voz: “¡¿Será que en la noche crónica, no hay sol de días seis?! Las gentes diminutas que asomaban por la ventana entre una penumbra de multitud atómica alegre, sobrevivían a sus “sobre dosis” de besos a ciegas, escondiéndose en Dios, mientras otros rememoraban tiempos pasados, quizás no tan pasados, lo que demostraba que estaban neutros, a solas con sus ayeres. Cerré la ventana esperando que esas observaciones no fuesen una esquizofrenia común venida del patio de luz.

-¿Cómo dices? –preguntó una voz. Conocía a ese viejo barbudo y mermado que siempre vestía con el mismo abrigo y guantes. Siempre supuse que era uno de los vecinos de arriba, dado que nunca le vi abrir la cerradura de su casa. De repente, postrado frente una extraña puerta, distinta a todas las demás, introdujo su mano en el bolsillo del abrigo, sacó unas llaves, fregó las suelas sobre el felpudo, y asomó un umbral al final del rellano mientras yo, completamente perplejo, me alejaba de la ventana aproximándome a él poseso por una fuerza ajena. Cuando estuve a su altura le dije “no se preocupe”, y comencé a correr escaleras abajo.

Salté escalones a toda prisa, impulsándome en la barandilla, mirando al suelo para no caerme, mientras todo parecía cambiar de sitio. Salté rellano tras rellano hasta que finalmente me detuve en medio del espiral de pisos, sin haber conseguido llegar al portal principal. No había avanzado apenas nada. Me asomé por el hueco de la escalera y la vista se perdió entre la multitud de pisos que no se habían bajado. El rellano donde me detuve no tenía nombre. Apoyé mis manos sobre las rodillas para tomar aliento. Al levantarme todo se movía conmigo excepto yo. Me asomé de nuevo por el hueco y comprobé que el piso de arriba y el de abajo tampoco tenían nombre. De las puertas colgaban unos números aleatorios para mi entender. Ninguna lógica aparente y una pregunta asfixiante, ¿ cuántos rellanos estaba dispuesto a bajar antes de rendirme o volverme loco?

Apareció ante mis ojos una puerta con su propio número, con la indicación que la determina. Tenía mi alfombrilla a sus pies, a los pies de mi casa. Di dos pasos atrás hasta apoyar mi mano sobre la baranda, y retrocedí del estupor que me preguntaba en voz alta y ajustada si me había movido en algún momento de la entrada de casa. La miré fijamente, mientras mi respiración entraba y salía por la boca a regañadientes, casi con dificultad y cansancio. La mano me ardió en esa barandilla incandescente. Observé el rellano desde lo alto de la altura y el fondo se distinguía con un naranja de ascuas volcánicas que provocó un calor repentino insoportable. Me sumergí en una especie de infierno ante la revelación de la puerta que me indicaba el lugar de estancia. Mi frente comenzó a sudar. El cuello de mi camiseta ya estaba dado de sí y no conseguía más oxígeno de él.

Un ruido agudo y punzante rompió esa ansiedad en la que estaba concentrado. El eco de unos ladridos movió el rellano del edificio de abajo a arriba, y perdí el equilibrio. Caí al suelo como unas manecillas de reloj absortas de su tiempo.

Cuando desperté, hice el ademán de levantarme como lo haría cualquiera que está en la cama, pero varias sombras me lo impidieron. Estaba rodeado. Apenas pude abrir los ojos que dejaron salir una vista entelada. Abrí levemente la boca para preguntar cuál era el número de la puerta, pero un ramillete de voces unísonas vestidas con batas blancas me respondieron que descansara. Pensé en si tal vez había muerto pero abandoné dicha suposición porque no creía que los muertos se hicieran esa pregunta. Dejé la mente a solas con su oscuridad.

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