jueves, 9 de septiembre de 2010

el reloj


Decían de él que no era persona de fiar. Hacía ya un tiempo que rondaba por el pueblo, y sus gentes lo miraban con el recelo del extraño. En el pueblo nunca pasaba nada. A eso estaban acostumbrados los lugareños, y eso sí que lo veían con buenos ojos. El ayuntamiento no tenía reloj ya que las rutinas de cada uno eran más puntuales que los relojes que el ayuntamiento había tenido en el pasado. En la última junta de vecinos se decidió por unanimidad desinstalar el reloj y no volver a lucir uno. Ninguno del pueblo utilizaba tampoco uno de esos de muñeca o bolsillo. Y la última vez que vieron al relojero del pueblo fue cuando el último reloj que vistió la fachada del ayuntamiento descendía alicaído entre dos operarios hacia el cementerio del tiempo. De eso hacía ya más de una década, o como diría cualquiera del pueblo: “hace más de diez años, tres meses, doce días, cuatro horas y veintisiete segundos”. Todos poseían esa pequeña peculiaridad en el pueblo. Podían calcular el tiempo exacto de cualquier situación ocurrida en el pasado, claro está. Eran gente tranquila, de campo, humilde. Jamás vieron amenazada su cualidad hasta que llegó ese extraño. Era joven pero parecía viejo, o viceversa. Los del pueblo nunca decían nada de él, pero en sus ojos cabía todo el rechazo que se pudiera tener a alguien desconocido. Contaban las milésimas de segundo que quedaban para perderlo de vista, pero las milésimas pasaban y pasaban...hasta que un día, al amanecer, un grito llegó a todas las esquinas del pueblo. Y en unas tres millones de milésimas coincidieron en el mismo punto, enfrente del ayuntamiento. En lo alto de la fachada, un reloj impecable marcaba la hora exacta. Todos se miraron entre sí, con nerviosismo, hasta que alguien gritó: “No está! El extraño no estáaaaa!!!”. Y ese reloj permaneció ahí, con una exactitud propia del tiempo cuando se detiene, igual que las vidas de los desconfiados lugareños de este pueblo.

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