viernes, 10 de septiembre de 2010

parte iii


Salí para siempre de éste, mi último refugio urbano. De equipaje, inventé un hatillo con un par de cosas prescindibles. Sabía lo que no quería, y era suficiente. No deseaba saber absolutamente nada que tuviera que ver con lo que me rodeaba. Estas paredes confusas, estos pasillos imberbes, estas habitaciones desnudas, esta cocina vacía, y este suelo invisible.

Comencé a caminar por las calles de huida. Tampoco quería saber nada de avenidas “todo terreno”, de escaparates con gentes reflejadas, hipnóticos con cara de etiqueta cara; ni de esas otras con sus altos muros de enredadera clasista y bandera, mientras en la acera de enfrente, la marabunta de soldados disciplinados avanzaba acompasadamente hacia cualquier engaño dejando tras de mí una manifestación de nucas que no significaba nada. No podía caminar a un ritmo taimado. El temporal se convirtió en una amenaza, borrascas que dibujaban los titiriteros para que nadie se reflejase en ningún cristal, y así, sus pasos serían más acelerados que los de sus piernas.

Me observaban con misericordia, así que detuve los pasos para que ellos avanzasen con mayor rapidez. Inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido, respirando. Ellos pasaban de largo escapando de sus trabajos, de la lluvia, de las amistades, de los amantes, de las mascotas, de la familia, en fin, de todos los que conducían sus vidas. Me cruzaban habladurías solubles que se cobijaban en su conformismo crónico, el descontento aceptado, el aburrimiento suburbano, el malentendido mezquino, mientras las calles, pobres, indefensas, eran incapaces de rebelarse contra esas bobinas de hilo. Miré al hatillo empapado. Nada permanecería flotando, quieto. Entonces, me puse en movimiento.

Una vocal se alejó con violencia en este nuevo día, con el afán de diferenciar entre contrarios. ¿Virtud o defecto? Mientras alcanzaba la salida me entrecruzaba con personajes que se iban alejando, que iban desapareciendo con sus espaldas cada vez más visibles hasta que sólo eran espalda. Otros se asomaban tras las esquinas o en las ventanas, escondidos entre cortinas, con ojeras de pecado. Cuanto más me acercaba a la salida, más me inquietaba la incertidumbre, aunque también me preocupaban cosas aún más absurdas.

Intuía un cierto pasado, difuminado, volátil, como una mañana de bostezo, lleno de personas que mudaron de lo fraternal al anonimato sin alas. Tan cercanos ayer como desconocidos hoy, muertos, sin alas. Ahora, el cambio estaba subido en un tiempo breve que se distanciaba de todas las construcciones que sobrevivirían vacías. Seguía esquivando personas camino a la salida. Unos me evitaban con timidez, otros con el ceño ofendido y con alguna represalia entre las piernas; unos ofrendándome sus nucas siguiendo sus propios egos, sus propios anzuelos; otros se escondían sin hacer el menor ruido pensando que jamás saldría de mi cueva, que no era más que un margen de tiempo y de distancia, necesarios para poseer mi perspectiva inherente. La razón despertó del coqueteo con la fantasía.

La salud flaqueaba en una especie de vértigo invertido. Me veía caer desde abajo, pero un breve golpe en la cabeza frenó esta impresión que discurría a bordo de un autobús que me vomitaba de la ciudad. Era el dieciséis, que con sus baches y frenadas iba masajeando las neuronas que se relajaban apoyándose sobre la ventana. Eso mismo sentiría la mosca posada sobre un televisor encendido. Yo estaba ahí, como esa mosca que quiere escapar de la habitación que la vio nacer y desaparecer. Mareado por los continuos impactos contra la ventana que mostraba ese paisaje infinito, verde, extraño, desconocido, y que me frustraba en todos los intentos de alcanzarlo. La mosca se quedó reposando sobre el televisor que la consolaba de su utopía. Cuando sintió ese tintineo orgásmico, le sobrevino una revelación: el exterior de la ventana, ese magnífico paisaje sobre el que ansiaba volar, no era real sino un simple cuadro en el que topaban sus esperanzas de escapar de la habitación. Entonces, cesó en los intentos de huir por la ventana, y murió en esa salda de estar sin migas, con un único televisor que la mantuvo inconsciente y complacida el resto de sus horas. Tenía tan poco tiempo como ella, así que insistiría hasta que mi cabeza atravesara el cristal que me separaba del mundo infinito. En algún momento, atravesaría la materia.

Empecé a creer que no había nada mejor que no amar para sentirse libre, mientras el camino avanzaba. Amor y libertad eran claramente dos estados del alma antagónicos. Pero esta dialéctica la sufrían los que trataban de conseguir una síntesis de ambas. Había llegado el momento de ver el camino en su curso natural. No necesitaba ninguna voz, ningún ánimo. El viaje estaba resultando tranquilo, sin sobresaltos, en un estado de vigilia desatento y relajado, como la mosca posada sobre el televisor antes de ver el paisaje, que intuía la próxima realidad. Atrás quedó un pasado sin número ni razón, necesariamente contrario a este futuro número veinte de respuestas. Mi pensamiento se asombraba por la prontitud del cambio sin transiciones ni preámbulos.

Pasamos de largo por pueblos pisados por gentes de tonos felices, a punto de morir; otros, ya lo habían hecho. Se distinguían algunos ciegos sentados en la sombra, y algunos videntes al sol, deslumbrados, ajenos los unos y los otros a este autobús lejano que les pasaba de largo como el tiempo. La luz infundía una intensidad distinta. Las calles sin asfaltar eran la sala de espera de la muerte, con largas hileras humanas impacientadas a su turno definitivo.

De repente, el sol se fue deshilvanando. Miré hacia mi muñeca con el gesto propio de ver qué hora era sin atender que no tenía reloj. Ni siquiera la piel palidecía en esa marca despigmentada del que a menudo utiliza semejante aparato torturador. Tic tac. Las gentes, a lo lejos, difuminadas en sus sombras, disimulando vidas ya vividas, tumbados en unas camillas de madera inertes discutiendo acerca de los tiempos que pasaron en ese poblacho, imaginando salir de ahí un día.

Comencé a dar golpes en la ventana con la mano cerrada como un puño tembloroso. Cada vez todo era más árido y ardiente, y un humo oscilante los rodeó. Todos se levantaron al mismo tiempo mientras el autobús no se distinguía ya de un insecto en medio del baldío desierto. Hicieron una especie de corro de la muerte y desaparecieron a mis ojos mientras el puño derecho se iba consumiendo sobre el cristal. Me sequé una lágrima que cayó sobre el dolor de la mano, pensando que tal vez, algunos se suicidarían en un acto de rebeldía, sintiéndose libres en última instancia, inconformistas, impacientes. Un mundo muerto lleno de fantasmas, de médicos creyentes, y de trotamundos que escapaban de sus prisiones. El resto era estadística pura. Adopté una posición fetal en el asiento de este autobús embarazado y bajé la cortina que me separaba del mundo. Dormí como hacía noches que no dormía, sin sueños ni pesadillas con los que asustar al alba.

El sol asomó de entre las nubes y respondí con una reverencia de buenos días. Después de una oscuridad con calma, el galope de la razón recompensaría la tranquilidad del sueño. Tras una noche desapercibida, su opuesto el día. Todo se reducía a un par de opuestos. La cuerda tensa mantenía el equilibrio que realizaba su fuerza intrínseca desde el centro, provocando un acercamiento de los opuestos, de los extremos, formando un círculo abierto.

Tesis primera: un agente “a” vive necesariamente debido a la existencia de un agente “no a”, es decir, de su opuesto. Algo existe, si y sólo si existe su contrario.
Tesis segunda: entre el par de opuestos existe un equilibrio que les da razón de ser. Ese equilibrio que mantiene distanciados los opuestos, es irrompible, tanto como la propia existencia de dichos opuestos. El equilibrio se puede escenificar en el espacio, que es el medio donde existen los opuestos, y donde se manifiestan como tales.
Tesis tercera: ese equilibrio existe en la medida en que los opuestos se manifiestan. Ejemplo: existen cuadros exactos de las proporciones necesarias para que se produzca el equilibrio, como si se tratara de una receta o un experimento químico. Únicamente son necesarias dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno para la existencia del agua. Igual sucede en el ámbito social, donde son necesarias dos moléculas de pobres para que exista una molécula de ricos. Y así, hasta desproporciones infinitas. Para que existan dos opuestos, tiene que mantenerse cierta cantidad que mantenga necesariamente el equilibrio; en muchos casos esas cantidades son desproporcionadas hasta el infinito. Sucede que en ocasiones es necesario una cantidad infinita de un agente “a”, y una cantidad mínima de un agente “b”, para que se produzca el equilibrio que posibilite y dé razón de ser a sus existencias.

Cuestión: ¿puede calcularse la cantidad necesaria de un agente para provocar la existencia de su contrario? ¿Dónde se haya dicha información? ¿Cuánta cantidad es necesaria, y de qué, para equilibrar el sufrimiento de un niño?

Entraba un calor que empezaba a ser insoportable pero pronto se realizaría una parada. Unos beberían y otros fumarían. La conjunción no se manifestó en ningún momento porque era el equilibrio mismo. Mi cabeza quería descansar un rato, oler y respirar los perfumes de estos parajes, y estirar las piernas hasta que no pudiesen más.

El pueblo no parecía ser demasiado extenso; una nada que agonizaba en el desanimado aspecto de sus fachadas, interrumpida por la carretera. El conductor se distraía en la gasolinera ojeando unas revistas eróticas, mientras el resto iban al baño o hacían corrillos de risa y humo. Fui a recorrer un par de calles presuntamente abandonadas, como si la gasolinera fuese una toma de energía para continuar lejos, muy lejos.

Un muchacho oriundo permanecía sentado y cabizbajo sobre el bordillo de la acera. Me arrimé para comprobar de cerca la familiaridad de su rostro. Intenté cambiar unas palabras pero no respondió a nada. Decidí sentarme a su lado el tiempo restante hasta que el conductor terminase con sus distracciones y descansos, a él no le importó. En ese tiempo no inmutó palabra alguna. Empecé a observar en voz alta lo que veía. Un lugar perdido, casi sin vida, olvidado, una especie de quinto o sexto mundo. Las pocas almas que seguían aquí respiraban sin otra cosa mejor que hacer. El paisaje resultaba inexpresivo, las casas desamparadas no parecían esconder nada, y ni tan sólo flotaba esa aura fantasmagórica de los pueblos olvidados. No se respiraba el menor aliento, ningún camino conducía a otro.

El viento barría todo lo pensado ante la inmovilidad del muchacho que callaba lo que guardaba con imprudencia en las esquinas de su historia. Me miró violentamente e interrumpió su silencio para musitar una débiles palabras: “...buscando voy a estar, en este amago de olvidado, entregado por las rozaduras del latido que tras su diástole, sigue al burlón del perdido.” Se tambaleó y cayó al suelo sin que el cigarrillo que la brisa fumaba, se desprendiera de sus dedos. Conocía su rostro. Zarandeé su torso y abrió los párpados caídos para seguir con su aliento: “La novedad, amigo, siempre nos mantiene distraídos, es un modo de fingir nuestro suicidio cotidiano, de morir todos los días... hoy, amigo, no me expliques una palabra pues mi amabilidad enterrará tu esperanza, tu salvación... disparos de culpabilidad a toda existencia muerta, la de nuestros segundos marchitos... ahora, amigo, no añoro su persona, solo su presencia... con mordaza de alma en pena, a gritos, escondo todo lo que no dije, todo para lo que ya es tarde... ni una mirada, ni una sonrisa. Mañana, amigo, querré ser más breve que la luz de aquel otoño, mi estación favorita... pero hoy, amigo, no quiero nada que luego me reclames, no me des ni tan solo palabras, ¡no me digas nada! A tus ojos seguiré invisible, un letargo en mi morada, tras otro... tras... otro.”

Encendió los ojos de par en par, y señalando de arriba hacia abajo, dijo con voz de reproche: “Mientras este cigarrillo se consume, alguien se perderá en el mapa de este mundo porque te atrapa. Una vez invisible a tus ojos, habrás cambiado para siempre, estarás definitivamente encerrado, y no tendrás ni la voluntad necesaria para poder huir. Lárgate antes que se consuma este cigarro, y también te quedes atrapado.”

-¡Es el último aviso! Gritó el conductor con un pie en el autobús y la mano en el claxon haciéndolo funcionar en repetidas ocasiones. El muchacho tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con su planta descalza, se izó cual conquistador, y sus pasos se perdieron entre las calles. Un número en la parte trasera de su abrigo entumeció la paralizada despedida. Enmudecido, insistí con ahínco en la familiaridad de su rostro, de su luz.

El autobús puso su motor en marcha y aceleró dejando un cometa de polvo que borró por completo el pueblo, la gasolinera, y mi hazaña detectivesca. Nos alejamos. Adopté una postura inverosímil para escudriñar entre las voces del muchacho. La dualidad imperaba con una ascendencia geométrica, interior y exterior. ¿De quién era esa expresión?

Dentro de este atajo de tiempo, los pensamientos zozobraban con un antagonismo cada vez más evidente respecto la exhortación del conspicuo muchacho. Sin embargo, parecía estar verdaderamente atrapado. Imaginé que eligió ese pueblo abandonado donde nadie le molestaba porque fuera de él no había respuestas. Por ese motivo, rehusó mi compañía y únicamente sobrevivía a través del paroxismo de su mente que se le escapaba. Eso fue lo que inventé para él y me invadió el mal humor. Tuve la impaciencia de que se me pasara. El encuentro me dejó algo aturdido, o aturdidores eran los pensamientos que le siguieron. Tal vez el muchacho no tenía nada que ver en mis torrenciales elucubraciones, pero algo inusual encajaba a la perfección. Las manos me sudaban. Las refregué entre ellas mientras observaba sus arrugas, las líneas de la palma y los cambios de color de las uñas al apretar contra ellas. Este tránsito era el opuesto para distanciarme de las páginas pasadas, y poder encontrar el equilibrio en sí.

El sol ya se había marchado por lo que era imposible distinguir un horizonte entre el descampado y el infinito, entre la naturaleza salvaje hacia donde iba y el espacio sin vida del que venía. Origen y destino. Dormí hasta el final del trayecto, que tampoco se distinguió del resto del viaje, como tampoco se distinguía el principio del sueño con su momento precedente.

“Buscaré un bosque, una montaña, un río con peces sonando, sin civilización. Haré fuegos con las elegías del pasado que ya no claman nada, pero calientan. Respiraré hondo, meditaré para dejar de vejarme el resto de los ocasos, aceptaré los destinos que me asignen, encontraré el equilibrio entre mis opuestos, ataré los hilos de perdido en un mástil profundo e infinito, y me olvidaré de todo en medio de la oscuridad. Luego, me cegarán todos los soles hasta convertir la oscuridad en verde ciego, que es como ellos ven cuando hay sol”, pensé.

Ahora, ya estaba de camino al tribunal del fuego, del origen, donde me desvelarían la verdad: ¿cuánta cantidad era necesaria y de qué, para equilibrar el sufrimiento de un niño?

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